EE UU: Oficialización del inglés no soluciona estado del indocumentado
Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto. – Se daba por descontado. El congreso estadounidense aprobaría la oficialización del inglés como la lengua nacional. Diseñada para asimilar al extranjero la ley le obstaculiza empleo, residencia y ciudadanía a todo aquel que no lo domine. Producto de la xenofobia gringa y de tensiones entre George W. Bush, los congresistas republicanos y demócratas y los 11 millones de indocumentados hispanohablantes, la oficialización del inglés es discriminatoria, racista y divisionista. También es imposible de implementar.
Una cosa es nacionalizar el idioma y otra muy diferente es aprenderlo obligatoriamente. En primer lugar no hay mecanismos para emprender la monumental tarea de enseñarle inglés tanto al hispanohablante como a muchos millones más cuya condición de extranjeros viviendo y trabajando legal o ilegalmente en el país se ve afectada por la ley.
La perspectiva de lograr este cometido es remota. El aprendizaje de un idioma, particularmente para adultos con diferentes niveles de educación en su lengua materna, requiere mucho tiempo y un alto nivel de compromiso profesional tanto del estudiante como del ejército de instructores involucrados en semejante proyecto. Para lograr tal objetivo, el gobierno federal tendría que invertir cantidades multimillonarias en el entrenamiento y sueldos del personal docente, en textos, en arrendar locales, en equipo adecuado y en el financiamiento de la burocracia coordinadora del monumental proyecto.
Para el extranjero, en su gran mayoría trabajadores adultos, el desafío va más allá de su disposición o capacidad intelectual en los idiomas. Para muchos la ley representa la espada de Damocles: o aprende inglés o los expulsan del país. Con una trampa. El postulante a gringo quedaría inscrito en el Departamento de Inmigración y Ciudadanía. Al aparecer en las nóminas de Inmigración, no será difícil para la gendarmería localizar al individuo y echarle del país. Debido a la desconfianza en el sistema, pocas personas correrán el riesgo de ser atrapados por la red de inmigración. Simplemente ignorarán el llamado de Washington. Seguirán viviendo en el anonimato. Como lo hacen ahora.
Lamentablemente la ley no vino con una varita mágica. No conjura la asimilación del inglés por arte de magia. El aprendizaje demanda tiempo, paciencia y sacrificios. Implica dedicar largas horas libres a cursos intensivos en un endemoniado idioma, ausentarse del hogar y hacer las del malabarista equilibrando empleo, estudio y ratos libres bajo la presión de tener éxito o perderlo todo. Menuda tarea. De entrada, la situación empeorará. Una vez aprobada la ley, el Congreso se lavará las manos. No es problema del legislador proveer logística para la enseñanza. Como todo mundo lo sabe, el burócrata apenas se preocupa por la educación del estadounidense. Menos que le concierna la del extranjero. ¡Qué aprendan inglés y qué busquen cómo hacerlo!
De cumplirse este escenario, el indocumentado quedará a la merced de los explotadores y de los oportunistas que cobrando exorbitantes matrículas se convertirán de la noche a la mañana en maestros de inglés, posean o no las calificaciones. Ocurrió antes. Seudo consultores de inmigración en Canadá y en los Estados Unidos se enriquecieron de la miseria de los demás. Lo harán de nuevo.
Aún en cuando el indocumentado asiste a legítimas clases de inglés, no se garantiza el éxito. Me consta. Entre 1964 y 1968 tuve el privilegio de enseñar inglés a inmigrantes en un ambicioso programa del gobierno federal. Lo hice en el Centro de Educación Adulta (Adult Education Centre) en la calle College. Los inmigrantes asistían a clase cinco días a la semana durante seis horas diarias y por un período de seis meses. Había clases las 24 horas del día. El gobierno federal sufragaba la enseñanza y pagaba una mensualidad al inmigrante mientras éste progresara de un nivel a otro del programa. Cada fin de mes, se examinaba al estudiante. De aprobar, pasaba al nivel superior hasta completar los seis meses. Si fallaba dejaba el curso y perdía la asistencia financiera. Sin embargo el mayor incentivo consistía en la certeza de conseguir mejor empleo al terminar los estudios. El programa se llamaba Inglés para Nuevos Canadienses (English for New Canadians). Ahora le dice Inglés Como Segundo Idioma y es toda una ciencia.
La gran mayoría de los estudiantes aprendieron a hablar y escribir el inglés muy bien. Otros abandonaron el programa. Se les hacía imposible dejar a solas la familia por largas horas en un país extraño mientras asistían a clase y se concentraban en el inglés luego de trabajar de ocho a diez horas en labores de tiempo completo. No aprendieron el inglés. Por supuesto que no se les expulsó de Canadá. Eran inmigrantes. Sin embargo, a diferencia de los Estados Unidos, siguieron trabajando, construyendo el país y educaron a sus hijos sin el estigma o la obligación de hablar el idioma. Esta es la gran diferencia entre los dos países. Pero no debemos confiarnos. Hay que estar atentos. El prepotente Primer Ministro Stephen Harper, imitador y seguidor de Bush, da indicios de querer cambiar el orden. Empieza a perseguir al indocumentado y no debemos permitírselo.
Hay una ineludible ironía en estas totalitarias intentonas de obligar al extranjero a aprender el inglés o el francés e incorporarlo por la fuerza a la sociedad. Por una parte los gobiernos desestiman el enorme valor de otras culturas, Por otra, inútilmente utilizan el inglés o el francés para doblegar arbitrariamente la riqueza de otros idiomas y culturas. No lo lograrán. Deberían aprender la lección de Miami en donde se comprueba que el estúpido plan de Bush está destinado al fracaso. Para sobrevivir en Miami, el gringo tiene que aprender el español. La economía, la cultura y la política están en manos del hispanohablante. Sin hablar español nadie se abre en camino en Miami. Igual ocurrirá en Los Angeles, Nueva York, Nueva Jersey, Chicago, San Francisco y otras ciudades. Bush es tan ignorante y su conocimiento de inglés tan limitado que ni cuenta se da de esta realidad. ¿Y el inglés del hispanohablante en gringolandia? Plisssss! Beri gut, senkiu. Hablaremos espanglés. Aunque sea por joder. ¿Espiki inglis? ¡O, yea!
Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto. – Se daba por descontado. El congreso estadounidense aprobaría la oficialización del inglés como la lengua nacional. Diseñada para asimilar al extranjero la ley le obstaculiza empleo, residencia y ciudadanía a todo aquel que no lo domine. Producto de la xenofobia gringa y de tensiones entre George W. Bush, los congresistas republicanos y demócratas y los 11 millones de indocumentados hispanohablantes, la oficialización del inglés es discriminatoria, racista y divisionista. También es imposible de implementar.
Una cosa es nacionalizar el idioma y otra muy diferente es aprenderlo obligatoriamente. En primer lugar no hay mecanismos para emprender la monumental tarea de enseñarle inglés tanto al hispanohablante como a muchos millones más cuya condición de extranjeros viviendo y trabajando legal o ilegalmente en el país se ve afectada por la ley.
La perspectiva de lograr este cometido es remota. El aprendizaje de un idioma, particularmente para adultos con diferentes niveles de educación en su lengua materna, requiere mucho tiempo y un alto nivel de compromiso profesional tanto del estudiante como del ejército de instructores involucrados en semejante proyecto. Para lograr tal objetivo, el gobierno federal tendría que invertir cantidades multimillonarias en el entrenamiento y sueldos del personal docente, en textos, en arrendar locales, en equipo adecuado y en el financiamiento de la burocracia coordinadora del monumental proyecto.
Para el extranjero, en su gran mayoría trabajadores adultos, el desafío va más allá de su disposición o capacidad intelectual en los idiomas. Para muchos la ley representa la espada de Damocles: o aprende inglés o los expulsan del país. Con una trampa. El postulante a gringo quedaría inscrito en el Departamento de Inmigración y Ciudadanía. Al aparecer en las nóminas de Inmigración, no será difícil para la gendarmería localizar al individuo y echarle del país. Debido a la desconfianza en el sistema, pocas personas correrán el riesgo de ser atrapados por la red de inmigración. Simplemente ignorarán el llamado de Washington. Seguirán viviendo en el anonimato. Como lo hacen ahora.
Lamentablemente la ley no vino con una varita mágica. No conjura la asimilación del inglés por arte de magia. El aprendizaje demanda tiempo, paciencia y sacrificios. Implica dedicar largas horas libres a cursos intensivos en un endemoniado idioma, ausentarse del hogar y hacer las del malabarista equilibrando empleo, estudio y ratos libres bajo la presión de tener éxito o perderlo todo. Menuda tarea. De entrada, la situación empeorará. Una vez aprobada la ley, el Congreso se lavará las manos. No es problema del legislador proveer logística para la enseñanza. Como todo mundo lo sabe, el burócrata apenas se preocupa por la educación del estadounidense. Menos que le concierna la del extranjero. ¡Qué aprendan inglés y qué busquen cómo hacerlo!
De cumplirse este escenario, el indocumentado quedará a la merced de los explotadores y de los oportunistas que cobrando exorbitantes matrículas se convertirán de la noche a la mañana en maestros de inglés, posean o no las calificaciones. Ocurrió antes. Seudo consultores de inmigración en Canadá y en los Estados Unidos se enriquecieron de la miseria de los demás. Lo harán de nuevo.
Aún en cuando el indocumentado asiste a legítimas clases de inglés, no se garantiza el éxito. Me consta. Entre 1964 y 1968 tuve el privilegio de enseñar inglés a inmigrantes en un ambicioso programa del gobierno federal. Lo hice en el Centro de Educación Adulta (Adult Education Centre) en la calle College. Los inmigrantes asistían a clase cinco días a la semana durante seis horas diarias y por un período de seis meses. Había clases las 24 horas del día. El gobierno federal sufragaba la enseñanza y pagaba una mensualidad al inmigrante mientras éste progresara de un nivel a otro del programa. Cada fin de mes, se examinaba al estudiante. De aprobar, pasaba al nivel superior hasta completar los seis meses. Si fallaba dejaba el curso y perdía la asistencia financiera. Sin embargo el mayor incentivo consistía en la certeza de conseguir mejor empleo al terminar los estudios. El programa se llamaba Inglés para Nuevos Canadienses (English for New Canadians). Ahora le dice Inglés Como Segundo Idioma y es toda una ciencia.
La gran mayoría de los estudiantes aprendieron a hablar y escribir el inglés muy bien. Otros abandonaron el programa. Se les hacía imposible dejar a solas la familia por largas horas en un país extraño mientras asistían a clase y se concentraban en el inglés luego de trabajar de ocho a diez horas en labores de tiempo completo. No aprendieron el inglés. Por supuesto que no se les expulsó de Canadá. Eran inmigrantes. Sin embargo, a diferencia de los Estados Unidos, siguieron trabajando, construyendo el país y educaron a sus hijos sin el estigma o la obligación de hablar el idioma. Esta es la gran diferencia entre los dos países. Pero no debemos confiarnos. Hay que estar atentos. El prepotente Primer Ministro Stephen Harper, imitador y seguidor de Bush, da indicios de querer cambiar el orden. Empieza a perseguir al indocumentado y no debemos permitírselo.
Hay una ineludible ironía en estas totalitarias intentonas de obligar al extranjero a aprender el inglés o el francés e incorporarlo por la fuerza a la sociedad. Por una parte los gobiernos desestiman el enorme valor de otras culturas, Por otra, inútilmente utilizan el inglés o el francés para doblegar arbitrariamente la riqueza de otros idiomas y culturas. No lo lograrán. Deberían aprender la lección de Miami en donde se comprueba que el estúpido plan de Bush está destinado al fracaso. Para sobrevivir en Miami, el gringo tiene que aprender el español. La economía, la cultura y la política están en manos del hispanohablante. Sin hablar español nadie se abre en camino en Miami. Igual ocurrirá en Los Angeles, Nueva York, Nueva Jersey, Chicago, San Francisco y otras ciudades. Bush es tan ignorante y su conocimiento de inglés tan limitado que ni cuenta se da de esta realidad. ¿Y el inglés del hispanohablante en gringolandia? Plisssss! Beri gut, senkiu. Hablaremos espanglés. Aunque sea por joder. ¿Espiki inglis? ¡O, yea!
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