Redacción Central, 15 sep (PL) La alarma se extiende en varios países centroamericanos ante el reforzamiento de las acciones criminales que, a veces desde las sombras y otras a cara descubierta, realizan los denominados grupos de limpieza social desde hace tiempo.
Defensores de los derechos humanos rechazaron tales prácticas y consideraron que los que masacran a los supuestos pandilleros o mareros en El Salvador, Honduras o Guatemala, son agentes estatales o civiles y actúan peor que aquellos a quienes catalogan de delincuentes.
La ineficacia de los sistemas judiciales y la impunidad reinante en estos territorios, unido a las represivas políticas desatadas contra niños, adolescentes y jóvenes vinculados a las pandillas hace que muchos prefieran tomarse la justicia por su mano.
Mientras algunos consideran que "existe un plan premeditado en el que participan fuerzas de seguridad", otros aseguran que miembros de la policía integran estos grupos porque los vehículos que utilizan pertenecen a esa institución.
Lo cierto es que desde hace algún tiempo se conoce que un sector de la oficialidad en la región defiende la idea de matar a los presuntos pandilleros porque puede resultar más barato que empeñarse en lograr su reeducación.
Las ejecuciones constituyen "una política de Estado": es más fácil para los gobernantes eliminar a estas personas que establecer costosos y extensos programas de rehabilitación, declaró María Luisa Borjas, ex subcomisionada de la Policía Preventiva en Honduras.
En 2003, esta funcionaria puso al descubierto que la prueba de tal arbitrariedad estaba en el apoyo que brindaban los encargados de velar por la tranquilidad ciudadana a cuerpos represivos como Los Magníficos.
Como otros escuadrones de la muerte que operan en todo el territorio hondureño, esa organización paramilitar se dedicaba desde hacía más de una década al exterminio de jóvenes sospechosos de ser antisociales.
Los Magníficos son ex agentes del tenebroso Batallón 3-16, creado por generales hondureños con fondos de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) y el asesoramiento de sudamericanos pro-nazis en los años 80.
Pero si antes esos grupos solían torturar, desaparecer o masacrar a profesores, religiosos, estudiantes u otros sospechosos de simpatizar con ideas izquierditas, ahora dirigen las mirillas de sus armas hacia niños de la calle y jóvenes.
Sólo desde 1998 hasta agosto de 2006 fueron asesinados tres mil 300 menores de 23 años en Honduras: algunos como blanco de puntería desde autos en marcha, otros llevados a zonas apartadas y fusilados de manera sumaria o secuestrados y aparecidos luego muertos.
Desde que ascendió al poder el presidente Manuel Zelaya, el 27 de enero de este año, ocurrieron en ese territorio 320 asesinatos de esta naturaleza, lo que representó un promedio de 40 por mes.
Esta práctica también cobró fuerza en el último lustro en Guatemala y El Salvador ante el agravamiento de la problemática de las maras, culpadas por las administraciones gubernamentales de la ascendente ola criminal en la llamada "cintura de América".
En esos territorios, los grupos de exterminio utilizan similares armas, vehículos y comenten las ejecuciones en grupo, afirmó el director de la organización humanitaria regional Casa Alianza, Manuel Capellín.
Fue en la ciudad salvadoreña de San Miguel, donde se constató la reaparición de al menos dos de estas bandas de exterminio autodenominadas "La sombra negra" y "Comando Maximiliano Hernández Martínez".
Ambas exigieron a los mareros y a otros grupos delincuenciales comunes abandonar esa localidad "so pena de eliminarlos" y, pese a no tenerse constancia de que se trataba de policías y militares disfrazados. Muchos opinaron que sí.
Los cuerpos represivos en cuestión, casi siempre orientados contra los jóvenes, guardan estrecha relación con similares fuerzas surgidas en el ámbito de los convulsos años 80.
Expolicías y exmilitares suelen conformar la nómina de tales grupos, cuyos orígenes se entrelazan con la estrategia alentada por Estados Unidos en ese período bajo la Doctrina de Seguridad Nacional y dirigida contra las fuerzas progresistas.
Más de una década de rebasados los conflictos internos de esa etapa, la criminalidad continuó en ascenso en estos países y las autoridades trataron de ocultar su incapacidad para detenerla responsabilizando a los jóvenes apegados a la cultura de las maras.
Defensores de los derechos humanos rechazaron tales prácticas y consideraron que los que masacran a los supuestos pandilleros o mareros en El Salvador, Honduras o Guatemala, son agentes estatales o civiles y actúan peor que aquellos a quienes catalogan de delincuentes.
La ineficacia de los sistemas judiciales y la impunidad reinante en estos territorios, unido a las represivas políticas desatadas contra niños, adolescentes y jóvenes vinculados a las pandillas hace que muchos prefieran tomarse la justicia por su mano.
Mientras algunos consideran que "existe un plan premeditado en el que participan fuerzas de seguridad", otros aseguran que miembros de la policía integran estos grupos porque los vehículos que utilizan pertenecen a esa institución.
Lo cierto es que desde hace algún tiempo se conoce que un sector de la oficialidad en la región defiende la idea de matar a los presuntos pandilleros porque puede resultar más barato que empeñarse en lograr su reeducación.
Las ejecuciones constituyen "una política de Estado": es más fácil para los gobernantes eliminar a estas personas que establecer costosos y extensos programas de rehabilitación, declaró María Luisa Borjas, ex subcomisionada de la Policía Preventiva en Honduras.
En 2003, esta funcionaria puso al descubierto que la prueba de tal arbitrariedad estaba en el apoyo que brindaban los encargados de velar por la tranquilidad ciudadana a cuerpos represivos como Los Magníficos.
Como otros escuadrones de la muerte que operan en todo el territorio hondureño, esa organización paramilitar se dedicaba desde hacía más de una década al exterminio de jóvenes sospechosos de ser antisociales.
Los Magníficos son ex agentes del tenebroso Batallón 3-16, creado por generales hondureños con fondos de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) y el asesoramiento de sudamericanos pro-nazis en los años 80.
Pero si antes esos grupos solían torturar, desaparecer o masacrar a profesores, religiosos, estudiantes u otros sospechosos de simpatizar con ideas izquierditas, ahora dirigen las mirillas de sus armas hacia niños de la calle y jóvenes.
Sólo desde 1998 hasta agosto de 2006 fueron asesinados tres mil 300 menores de 23 años en Honduras: algunos como blanco de puntería desde autos en marcha, otros llevados a zonas apartadas y fusilados de manera sumaria o secuestrados y aparecidos luego muertos.
Desde que ascendió al poder el presidente Manuel Zelaya, el 27 de enero de este año, ocurrieron en ese territorio 320 asesinatos de esta naturaleza, lo que representó un promedio de 40 por mes.
Esta práctica también cobró fuerza en el último lustro en Guatemala y El Salvador ante el agravamiento de la problemática de las maras, culpadas por las administraciones gubernamentales de la ascendente ola criminal en la llamada "cintura de América".
En esos territorios, los grupos de exterminio utilizan similares armas, vehículos y comenten las ejecuciones en grupo, afirmó el director de la organización humanitaria regional Casa Alianza, Manuel Capellín.
Fue en la ciudad salvadoreña de San Miguel, donde se constató la reaparición de al menos dos de estas bandas de exterminio autodenominadas "La sombra negra" y "Comando Maximiliano Hernández Martínez".
Ambas exigieron a los mareros y a otros grupos delincuenciales comunes abandonar esa localidad "so pena de eliminarlos" y, pese a no tenerse constancia de que se trataba de policías y militares disfrazados. Muchos opinaron que sí.
Los cuerpos represivos en cuestión, casi siempre orientados contra los jóvenes, guardan estrecha relación con similares fuerzas surgidas en el ámbito de los convulsos años 80.
Expolicías y exmilitares suelen conformar la nómina de tales grupos, cuyos orígenes se entrelazan con la estrategia alentada por Estados Unidos en ese período bajo la Doctrina de Seguridad Nacional y dirigida contra las fuerzas progresistas.
Más de una década de rebasados los conflictos internos de esa etapa, la criminalidad continuó en ascenso en estos países y las autoridades trataron de ocultar su incapacidad para detenerla responsabilizando a los jóvenes apegados a la cultura de las maras.
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