¿Vietnam, Iraq? Igual da
Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto – Jamás comulgué con la timorata expresión de que no debemos culpar el ciudadano estadounidense por los errores del gobierno. Semejante disparate no es santo de mi devoción. Conveniente, ilógicamente utilizamos este jueguito emocional para disculpar a unos, perdonar a otros y mantener las apariencias de que actuamos inspirados por nobleza de espíritu y por amor a la justicia.
A fin de evitar extremismos, tímidamente recurrimos a la pusilánime fórmula de exonerar a la ciudadanía por la elección de un mandatario que comete atrocidades en nombre de la nación y de la democracia. Nos equivocamos. Tan responsables son los electores como el dirigente. De ahí que la filosofía de San Agustín de odiar el pecado y amar al pecador no me convence. Por simplista. Tal es el caso de los estadounidenses que eligieron a Bush y que acto seguido le extendieron Carta Blanca para invadir Afganistán e Iraq. ¿Quién es el verdadero responsable de las atrocidades? Ambos. Pueblo y gobierno.
Herida en el amor propio por los sucesos del 11 de septiembre y ansiosa de demostrar su superioridad militar, la nación, con pocas y honrosas excepciones, apoyó la guerra contra Afganistán y contra Iraq. Si algunos ciudadanos se arrepentirían más tarde de ello será porque les fue mal en la aventura. Contrario al prematuro triunfo anunciado por la Casa Blanca, les dieron en la madre y a consecuencia de ello los humanitarios pegaron el grito al cielo. Demasiado tarde. No sería la primera vez que les sale el tiro por la culata. Ni la última. Fueron por lana a la Nicaragua de Sandino, a Cuba en la Bahía de Cochinos, a Corea, a Vietnam, a Afganistán y a Iraq y en cada instancia salieron trasquilados. No aprenden. Ni el electorado ni Washington.
De ahí que el revuelo entre la población estadounidense por la masacre de inocentes iraquíes en Haditah y la obscenidad de Bush al intentar encubrirla constituyen el colmo de la hipocresía y del cinismo. El Departamento de Estado achaca las atrocidades a daños colaterales, al nerviosismo del invasor ante un enemigo irreconocible, a la fatiga del combatiente y a varias otras ridículas artimañas que no tienen absolutamente nada que ver con la criminalidad del soldado como instrumento de destrucción masiva. La realidad es que se le entrena para asesinar a su antojo. Se demostró en My Lai, en la invasión de Panamá, en Abu Gharib y en Guantánamo.
No es remoto que como resultado del escándalo provocado por la masacre en Haditha el Pentágono ordene mayores precauciones para no divulgar futuras atrocidades. Pero podemos estar seguros de que continuarán. Continuarán impunes y con el conocimiento de la ciudadanía que generosamente disculpamos por enviar a la Casa Blanca al Presidente, a su estado mayor y a sus gatillos profesionales. Perdónalos, Señor porque no sabe lo que hacen. Mea culpa. Un Padre Nuestro, tres Ave Marías y sanseacabó.
En estas circunstancias solo resta especular cuántas de las 60 mil muertes causadas hasta la fecha en Iraq por el invasor ocurrieron a consecuencia de indiscriminadas masacres contra la población civil. ¿Y quién será responsable de la tragedia: el comandante en jefe de las fuerzas armas de los Estados Unidos que ordenó la guerra, los soldados que la acarrean o la ciudadanía que la apoya? Todos por igual cargan culpa.
Responsabilidad aparte, valga contemplar la perversa ironía de la situación en Iraq. En simultaneidad con la masacre de Haditha, la democracia estadounidense juzga a Saddam Hussein en Bagdad. Se le acusa de cometer precisamente las mismas atrocidades y los mismos crímenes contra el mismo pueblo iraquí que ahora comete la soldadesca que le juzga y que invadiera la nación en aras de protegerla del brutal salvajismo del dictador.
Sin lugar a duda, tanto el acusado como el invasor han cometido crímenes atroces contra la humanidad. Sin embargo nadie discierne quién merece más el banquillo del acusado. Por embarazoso que fuese discernir entre pecado y pecador la única y mejor solución para resolver este dilema de conciencia se encuentra en hacerle un espacio a Bush al lado de Hussein y permitir que la justicia internacional enjuicie a ambos por conducta criminal. Solo en esas circunstancias el pueblo estadounidense hará penitencia por su sangrienta participación en la tragedia iraquí.
Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto – Jamás comulgué con la timorata expresión de que no debemos culpar el ciudadano estadounidense por los errores del gobierno. Semejante disparate no es santo de mi devoción. Conveniente, ilógicamente utilizamos este jueguito emocional para disculpar a unos, perdonar a otros y mantener las apariencias de que actuamos inspirados por nobleza de espíritu y por amor a la justicia.
A fin de evitar extremismos, tímidamente recurrimos a la pusilánime fórmula de exonerar a la ciudadanía por la elección de un mandatario que comete atrocidades en nombre de la nación y de la democracia. Nos equivocamos. Tan responsables son los electores como el dirigente. De ahí que la filosofía de San Agustín de odiar el pecado y amar al pecador no me convence. Por simplista. Tal es el caso de los estadounidenses que eligieron a Bush y que acto seguido le extendieron Carta Blanca para invadir Afganistán e Iraq. ¿Quién es el verdadero responsable de las atrocidades? Ambos. Pueblo y gobierno.
Herida en el amor propio por los sucesos del 11 de septiembre y ansiosa de demostrar su superioridad militar, la nación, con pocas y honrosas excepciones, apoyó la guerra contra Afganistán y contra Iraq. Si algunos ciudadanos se arrepentirían más tarde de ello será porque les fue mal en la aventura. Contrario al prematuro triunfo anunciado por la Casa Blanca, les dieron en la madre y a consecuencia de ello los humanitarios pegaron el grito al cielo. Demasiado tarde. No sería la primera vez que les sale el tiro por la culata. Ni la última. Fueron por lana a la Nicaragua de Sandino, a Cuba en la Bahía de Cochinos, a Corea, a Vietnam, a Afganistán y a Iraq y en cada instancia salieron trasquilados. No aprenden. Ni el electorado ni Washington.
De ahí que el revuelo entre la población estadounidense por la masacre de inocentes iraquíes en Haditah y la obscenidad de Bush al intentar encubrirla constituyen el colmo de la hipocresía y del cinismo. El Departamento de Estado achaca las atrocidades a daños colaterales, al nerviosismo del invasor ante un enemigo irreconocible, a la fatiga del combatiente y a varias otras ridículas artimañas que no tienen absolutamente nada que ver con la criminalidad del soldado como instrumento de destrucción masiva. La realidad es que se le entrena para asesinar a su antojo. Se demostró en My Lai, en la invasión de Panamá, en Abu Gharib y en Guantánamo.
No es remoto que como resultado del escándalo provocado por la masacre en Haditha el Pentágono ordene mayores precauciones para no divulgar futuras atrocidades. Pero podemos estar seguros de que continuarán. Continuarán impunes y con el conocimiento de la ciudadanía que generosamente disculpamos por enviar a la Casa Blanca al Presidente, a su estado mayor y a sus gatillos profesionales. Perdónalos, Señor porque no sabe lo que hacen. Mea culpa. Un Padre Nuestro, tres Ave Marías y sanseacabó.
En estas circunstancias solo resta especular cuántas de las 60 mil muertes causadas hasta la fecha en Iraq por el invasor ocurrieron a consecuencia de indiscriminadas masacres contra la población civil. ¿Y quién será responsable de la tragedia: el comandante en jefe de las fuerzas armas de los Estados Unidos que ordenó la guerra, los soldados que la acarrean o la ciudadanía que la apoya? Todos por igual cargan culpa.
Responsabilidad aparte, valga contemplar la perversa ironía de la situación en Iraq. En simultaneidad con la masacre de Haditha, la democracia estadounidense juzga a Saddam Hussein en Bagdad. Se le acusa de cometer precisamente las mismas atrocidades y los mismos crímenes contra el mismo pueblo iraquí que ahora comete la soldadesca que le juzga y que invadiera la nación en aras de protegerla del brutal salvajismo del dictador.
Sin lugar a duda, tanto el acusado como el invasor han cometido crímenes atroces contra la humanidad. Sin embargo nadie discierne quién merece más el banquillo del acusado. Por embarazoso que fuese discernir entre pecado y pecador la única y mejor solución para resolver este dilema de conciencia se encuentra en hacerle un espacio a Bush al lado de Hussein y permitir que la justicia internacional enjuicie a ambos por conducta criminal. Solo en esas circunstancias el pueblo estadounidense hará penitencia por su sangrienta participación en la tragedia iraquí.
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