La Jornada
La saga de violencia que empezó el lunes de la semana pasada en Guatemala con el asesinato de tres diputados salvadoreños del Parlamento Centroamericano (Parlacen) se ha convertido en una crisis política y diplomática que cobra hora tras hora mayores dimensiones. Para recapitular: los legisladores salvadoreños Eduardo D'Aubuisson, William Pichinte y José Ramón González, integrantes del gobernante partido de ultraderecha Arena, fueron tiroteados en una emboscada en la localidad guatemalteca de El Jocotillo; luego los agresores incendiaron el vehículo cuando sus cuatro ocupantes -los tres diputados y el chofer- estaban aún con vida.
Dos días después las autoridades guatemaltecas presentaron a Luis Arturo Herrera López, jefe de la unidad de la Policía Nacional contra el crimen organizado, y a otros tres agentes policiales, como los autores materiales del crimen. Recluidos en la cárcel de "alta seguridad" de El Boquerón, en el oriente del país, los cuatro presuntos homicidas fueron baleados y degollados a su vez el domingo, en un episodio confuso: las autoridades guatemaltecas afirman que las muertes de los agentes ocurrieron en el contexto de un motín carcelario, pero otras fuentes sostienen que los homicidios fueron perpetrados por un comando fuertemente armado que, con la anuencia de las autoridades penitenciarias, entró a la prisión, y que la rebelión de los reclusos fue posterior a las muertes de los policías.
Ayer fueron capturados el director y otros 23 trabajadores del penal. El general retirado Otto Pérez Molina, candidato presidencial del Partido Patriota (PP, ultraderecha), acusó al ministro del Interior, Carlos Vielmann, de estar involucrado en la masacre de El Boquerón y de solapar la operación de escuadrones de la muerte reconstituidos.
Es difícil imaginar un episodio en el que confluyan tantas vertientes delictivas como el que empezó el martes pasado en El Jocotillo. Uno de los diputados asesinados tenía fama pública de narcotraficante y era hijo de Roberto D'Aubuisson, el fallecido fundador de Arena y organizador de los escuadrones de la muerte que en los años 80 asolaron El Salvador y asesinaron a miles de personas. Por otra parte, los homicidios de la semana pasada ocurrieron en una finca en la que solían reunirse líderes anticomunistas de ambos países y antiguos promotores de grupos paramilitares de exterminio, según lo afirmó Leonel Sisniega Otero, correligionario guatemalteco de los D'Aubuisson. Por lo demás, es evidente que los policías que presuntamente victimaron a los legisladores salvadoreños fueron a su vez asesinados para evitar que hablaran, y que las ejecuciones de El Boquerón no habrían podido realizarse sin la colaboración de los más altos mandos policiales guatemaltecos.
La gravísima descomposición de las oligarquías guatemalteca y salvadoreña es inocultable. Los viejos escuadroneros han coincidido con el narcotráfico y con otras expresiones criminales en un caldo delictivo que se filtra hasta los más altos niveles de unas instituciones precarias, todo ello en un cuadro social caracterizado por la persistencia de la miseria, la marginación y las desigualdades de siempre, factores que fueron soslayados en los procesos de paz que tuvieron lugar en ambos países entre los gobiernos represores y las organizaciones guerrilleras. Tales procesos dieron lugar a institucionalidades democráticas simuladas e insustanciales, carentes de cualquier posibilidad real de incidencia en fenómenos globales como el negocio de las drogas ilícitas.
Finalmente, la situación comentada constituye un indicador brutal e incuestionable de la derrota de los gobiernos del hemisferio -empezando por el de Estados Unidos- en una guerra tan mal concebida como lo es la lucha contra el narcotráfico. Las autoridades de Norte, Centro y Sudamérica parecen empeñadas en ignorar que la prohibición de sustancias y la persecución de quienes las producen, transportan y distribuyen son justamente las claves del negocio para las organizaciones criminales, cuyo poder de fuego y de corrupción se incrementa en forma proporcional a la intensidad con que se les combate.
La saga de violencia que empezó el lunes de la semana pasada en Guatemala con el asesinato de tres diputados salvadoreños del Parlamento Centroamericano (Parlacen) se ha convertido en una crisis política y diplomática que cobra hora tras hora mayores dimensiones. Para recapitular: los legisladores salvadoreños Eduardo D'Aubuisson, William Pichinte y José Ramón González, integrantes del gobernante partido de ultraderecha Arena, fueron tiroteados en una emboscada en la localidad guatemalteca de El Jocotillo; luego los agresores incendiaron el vehículo cuando sus cuatro ocupantes -los tres diputados y el chofer- estaban aún con vida.
Dos días después las autoridades guatemaltecas presentaron a Luis Arturo Herrera López, jefe de la unidad de la Policía Nacional contra el crimen organizado, y a otros tres agentes policiales, como los autores materiales del crimen. Recluidos en la cárcel de "alta seguridad" de El Boquerón, en el oriente del país, los cuatro presuntos homicidas fueron baleados y degollados a su vez el domingo, en un episodio confuso: las autoridades guatemaltecas afirman que las muertes de los agentes ocurrieron en el contexto de un motín carcelario, pero otras fuentes sostienen que los homicidios fueron perpetrados por un comando fuertemente armado que, con la anuencia de las autoridades penitenciarias, entró a la prisión, y que la rebelión de los reclusos fue posterior a las muertes de los policías.
Ayer fueron capturados el director y otros 23 trabajadores del penal. El general retirado Otto Pérez Molina, candidato presidencial del Partido Patriota (PP, ultraderecha), acusó al ministro del Interior, Carlos Vielmann, de estar involucrado en la masacre de El Boquerón y de solapar la operación de escuadrones de la muerte reconstituidos.
Es difícil imaginar un episodio en el que confluyan tantas vertientes delictivas como el que empezó el martes pasado en El Jocotillo. Uno de los diputados asesinados tenía fama pública de narcotraficante y era hijo de Roberto D'Aubuisson, el fallecido fundador de Arena y organizador de los escuadrones de la muerte que en los años 80 asolaron El Salvador y asesinaron a miles de personas. Por otra parte, los homicidios de la semana pasada ocurrieron en una finca en la que solían reunirse líderes anticomunistas de ambos países y antiguos promotores de grupos paramilitares de exterminio, según lo afirmó Leonel Sisniega Otero, correligionario guatemalteco de los D'Aubuisson. Por lo demás, es evidente que los policías que presuntamente victimaron a los legisladores salvadoreños fueron a su vez asesinados para evitar que hablaran, y que las ejecuciones de El Boquerón no habrían podido realizarse sin la colaboración de los más altos mandos policiales guatemaltecos.
La gravísima descomposición de las oligarquías guatemalteca y salvadoreña es inocultable. Los viejos escuadroneros han coincidido con el narcotráfico y con otras expresiones criminales en un caldo delictivo que se filtra hasta los más altos niveles de unas instituciones precarias, todo ello en un cuadro social caracterizado por la persistencia de la miseria, la marginación y las desigualdades de siempre, factores que fueron soslayados en los procesos de paz que tuvieron lugar en ambos países entre los gobiernos represores y las organizaciones guerrilleras. Tales procesos dieron lugar a institucionalidades democráticas simuladas e insustanciales, carentes de cualquier posibilidad real de incidencia en fenómenos globales como el negocio de las drogas ilícitas.
Finalmente, la situación comentada constituye un indicador brutal e incuestionable de la derrota de los gobiernos del hemisferio -empezando por el de Estados Unidos- en una guerra tan mal concebida como lo es la lucha contra el narcotráfico. Las autoridades de Norte, Centro y Sudamérica parecen empeñadas en ignorar que la prohibición de sustancias y la persecución de quienes las producen, transportan y distribuyen son justamente las claves del negocio para las organizaciones criminales, cuyo poder de fuego y de corrupción se incrementa en forma proporcional a la intensidad con que se les combate.
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