Pastor Valle-Garay, Universidad de York, Toronto
“Y colorín, Colorado este cuento se ha acabado”
Así concluía la abuela los cuentos de hadas de nuestra niñez. Acto seguido nos marchaban a la cama. Era la hora mágica. La imaginación alzaría vuelo remontándose al reino de la fantasía de cada quien. Era la hora de soñar con príncipes y princesas. De triunfar en desigual batalla. De ser el mejor pelotero del mundo. Era la hora del merecido descanso para padres y abuelos.
En San Diego otro cuento de hadas también llegó a su fin. En Cuba la nación entera permaneció atenta hasta el último capítulo. La novena nacional lo transformó en delirio. Once millones de cubanos alzaban vuelo en apoyo de sus compañeros en el Clásico Mundial de Béisbol. Muchos otros millones más por todo el mundo les acompañaban. A excepción de Japón, por una noche todo mundo se sintió cubano.
No era para menos. Si en la isla donde todo es posible el Ballet Nacional de Cuba le asignase a Alicia Alonso inmortalizar el acontecimiento en un moderno y singular ballet, la consagrada diva no vacilaría en hacerlo. Un monumento nacional dirigiendo a otro monumento nacional. Le llamaría la Cenicienta de Cuba. Y es que hay íntima relación entre la pelota y el ballet. En el talento de sus componentes, en su atleticismo, en la disciplina de la función, en el preciso papel asignado a cada quien, en la delicada fluidez de movimiento, en la gracia, en las piruetas, en los saltos y deslices magistrales y en el libreto. Sobre todo en el libreto. La Cenicienta del béisbol mundial llegó al consagrado teatro del deporte. Se lanzó a las tablas. Se robó la función. Conquistó corazones. Hizo creyente del incrédulo.
El elenco incluiría todos los elementos del cuento. Desde el tío Sam en el papel de la cruel y celosa madrastra hasta los elegantes japones. Jóvenes del Mikado aspirando también al honor de llevarse las palmas. De coronarse campeones antes escuchar la Cenicienta las doce campanadas de la medianoche que bajarían el telón.
Y es válido el simbolismo. Las Cenicientas desplegaron genio y figura. Tomaron nota los críticos. A su debido tiempo callaron los nefastos agoreros que menospreciando a la humilde Cenicienta se deleitaban en condenarla al sótano de la justa. Les demostró lo contrario donde cuenta. En el campo del juego. En su propio tablado les señaló lo equivocado que estaban. Bailando círculos en los espacios que la nobleza de la pelota profesional se había reservado exclusivamente para sí, la Cenicienta cubana superó expectativas. Ocupó merecido puesto entre los mejores de la pelota.
En cada movida, en cada lanzamiento, en cada carrera, en cada batazo, en cada pirueta la novena se ajustó al libreto de la función con gracia exquisita. Con coraje extraordinario. En la última escena, se despidió del público. Se vistió espléndida. Iba de rojo y azul. Realzando vívidamente los trajes el verde esmeralda del diamante. En ese instante se cubrió de gloria el teatro. Culminó en espectacular, maravilloso gran finale el ballet. Se consagró la Cenicienta cubana de la pelota.
Y es que así es el béisbol de Cuba. Ballet en movimiento. Sabor, ritmo y sentimiento único del Caribe que convierten palmeras en bates y remontan pelotas al aire en muscular despliegue de agilidad y poderío. Así debería ser. Entre telones, Alicia dirigió cada paso de sus pupilos con la misma precisión exacta que la convirtió en la mejor Prima Ballerina del mundo. Por ella. Por Cuba, el elenco dejaría el todo en las tablas. Y así fue.
¿Hubo drama? ¡No faltaba más! Hubo de todo. Sin drama no hay pelota cubana. Si no que lo digan los expertos de la esquina caliente en el Parque Central de La Habana. Se desgañitaban de locura. Tanto así que contagiaron al público de San Diego a tres mil millas de distancia. Ambos arengaban a la novena isleña como jamás fue testigo teatro alguno. Ruidoso público para un ballet. Así es la pelota en Cuba.
La esquina caliente manifestaba emoción en carne viva. Se reflejaba en la tele internacional. Se sufría cuando anotaba el Mikado. Se enloquecían de contentos cuando brillaba Cuba. No se les puede culpar. La pelota despierta extremas, explosivas emociones. Tiernas y fuertes a la vez. Como el ballet. Aprendí a comprender lo que sentían. A otras mil millas de distancia, en el sobrecogedor frío de Toronto e hipnotizado ante la pantalla, no tuve más remedio que servirme repetidos dobles de escocés. El whisky aminora la pena. Calma los nervios. Aumenta las esperanzas. El ballet sigue adelante.
Casi al finalizar la función la Cenicienta se ajustó las medias, los guantes, el traje y las zapatillas. Se posicionó firme en el centro de la pista y se desenvolvió con renovado brío. Con abandono. Decidida. Parecía insinuar que no había llegado al cotillón para permanecer sentada en la última danza de la noche. Intentaría una vez más de interpretar el ballet a su manera. Se marcharía con la frente muy en alto.
Uno a uno desfilaron los bailarines. Uno a uno sonaron los bates al compás de la música. Y bailó con furia la Cenicienta. A sus anchas. Apasionada. Como poseída. Imparable. Orgullosa. Girando al vaivén de su propio ritmo. Haciendo suya la danza. Haciendo suyo el ballet. Haciéndola suyo, el público la ovacionó.
Tan rápido como empezó la danza, dramáticamente calló la música. Cayó el telón. El marcador final favorecía al Japón. Detalles. Como en todo cuento de hadas, quedó la moraleja. Que no se subestime a la Cenicienta. Lo sabía la concurrencia. Lo supo el mundo.
Cuando los niños cubanos de hoy sean los abuelos de mañana les contarán a sus nietos la moderna versión cubana del cuento de la Cenicienta. La de verdad. La que vivieron. Y cuando el abuelo entone el ‘colorín, colorado, este cuento se ha acabado’ los niños irán a dormir soñando con Lazo, Gourriel y tantas otras magníficas Cenicientas de la pelota cubana que honraron a la nación en una noche primaveral del 2006 en San Diego, California. Y soñarán con ser como ellos.
“Y colorín, Colorado este cuento se ha acabado”
Así concluía la abuela los cuentos de hadas de nuestra niñez. Acto seguido nos marchaban a la cama. Era la hora mágica. La imaginación alzaría vuelo remontándose al reino de la fantasía de cada quien. Era la hora de soñar con príncipes y princesas. De triunfar en desigual batalla. De ser el mejor pelotero del mundo. Era la hora del merecido descanso para padres y abuelos.
En San Diego otro cuento de hadas también llegó a su fin. En Cuba la nación entera permaneció atenta hasta el último capítulo. La novena nacional lo transformó en delirio. Once millones de cubanos alzaban vuelo en apoyo de sus compañeros en el Clásico Mundial de Béisbol. Muchos otros millones más por todo el mundo les acompañaban. A excepción de Japón, por una noche todo mundo se sintió cubano.
No era para menos. Si en la isla donde todo es posible el Ballet Nacional de Cuba le asignase a Alicia Alonso inmortalizar el acontecimiento en un moderno y singular ballet, la consagrada diva no vacilaría en hacerlo. Un monumento nacional dirigiendo a otro monumento nacional. Le llamaría la Cenicienta de Cuba. Y es que hay íntima relación entre la pelota y el ballet. En el talento de sus componentes, en su atleticismo, en la disciplina de la función, en el preciso papel asignado a cada quien, en la delicada fluidez de movimiento, en la gracia, en las piruetas, en los saltos y deslices magistrales y en el libreto. Sobre todo en el libreto. La Cenicienta del béisbol mundial llegó al consagrado teatro del deporte. Se lanzó a las tablas. Se robó la función. Conquistó corazones. Hizo creyente del incrédulo.
El elenco incluiría todos los elementos del cuento. Desde el tío Sam en el papel de la cruel y celosa madrastra hasta los elegantes japones. Jóvenes del Mikado aspirando también al honor de llevarse las palmas. De coronarse campeones antes escuchar la Cenicienta las doce campanadas de la medianoche que bajarían el telón.
Y es válido el simbolismo. Las Cenicientas desplegaron genio y figura. Tomaron nota los críticos. A su debido tiempo callaron los nefastos agoreros que menospreciando a la humilde Cenicienta se deleitaban en condenarla al sótano de la justa. Les demostró lo contrario donde cuenta. En el campo del juego. En su propio tablado les señaló lo equivocado que estaban. Bailando círculos en los espacios que la nobleza de la pelota profesional se había reservado exclusivamente para sí, la Cenicienta cubana superó expectativas. Ocupó merecido puesto entre los mejores de la pelota.
En cada movida, en cada lanzamiento, en cada carrera, en cada batazo, en cada pirueta la novena se ajustó al libreto de la función con gracia exquisita. Con coraje extraordinario. En la última escena, se despidió del público. Se vistió espléndida. Iba de rojo y azul. Realzando vívidamente los trajes el verde esmeralda del diamante. En ese instante se cubrió de gloria el teatro. Culminó en espectacular, maravilloso gran finale el ballet. Se consagró la Cenicienta cubana de la pelota.
Y es que así es el béisbol de Cuba. Ballet en movimiento. Sabor, ritmo y sentimiento único del Caribe que convierten palmeras en bates y remontan pelotas al aire en muscular despliegue de agilidad y poderío. Así debería ser. Entre telones, Alicia dirigió cada paso de sus pupilos con la misma precisión exacta que la convirtió en la mejor Prima Ballerina del mundo. Por ella. Por Cuba, el elenco dejaría el todo en las tablas. Y así fue.
¿Hubo drama? ¡No faltaba más! Hubo de todo. Sin drama no hay pelota cubana. Si no que lo digan los expertos de la esquina caliente en el Parque Central de La Habana. Se desgañitaban de locura. Tanto así que contagiaron al público de San Diego a tres mil millas de distancia. Ambos arengaban a la novena isleña como jamás fue testigo teatro alguno. Ruidoso público para un ballet. Así es la pelota en Cuba.
La esquina caliente manifestaba emoción en carne viva. Se reflejaba en la tele internacional. Se sufría cuando anotaba el Mikado. Se enloquecían de contentos cuando brillaba Cuba. No se les puede culpar. La pelota despierta extremas, explosivas emociones. Tiernas y fuertes a la vez. Como el ballet. Aprendí a comprender lo que sentían. A otras mil millas de distancia, en el sobrecogedor frío de Toronto e hipnotizado ante la pantalla, no tuve más remedio que servirme repetidos dobles de escocés. El whisky aminora la pena. Calma los nervios. Aumenta las esperanzas. El ballet sigue adelante.
Casi al finalizar la función la Cenicienta se ajustó las medias, los guantes, el traje y las zapatillas. Se posicionó firme en el centro de la pista y se desenvolvió con renovado brío. Con abandono. Decidida. Parecía insinuar que no había llegado al cotillón para permanecer sentada en la última danza de la noche. Intentaría una vez más de interpretar el ballet a su manera. Se marcharía con la frente muy en alto.
Uno a uno desfilaron los bailarines. Uno a uno sonaron los bates al compás de la música. Y bailó con furia la Cenicienta. A sus anchas. Apasionada. Como poseída. Imparable. Orgullosa. Girando al vaivén de su propio ritmo. Haciendo suya la danza. Haciendo suyo el ballet. Haciéndola suyo, el público la ovacionó.
Tan rápido como empezó la danza, dramáticamente calló la música. Cayó el telón. El marcador final favorecía al Japón. Detalles. Como en todo cuento de hadas, quedó la moraleja. Que no se subestime a la Cenicienta. Lo sabía la concurrencia. Lo supo el mundo.
Cuando los niños cubanos de hoy sean los abuelos de mañana les contarán a sus nietos la moderna versión cubana del cuento de la Cenicienta. La de verdad. La que vivieron. Y cuando el abuelo entone el ‘colorín, colorado, este cuento se ha acabado’ los niños irán a dormir soñando con Lazo, Gourriel y tantas otras magníficas Cenicientas de la pelota cubana que honraron a la nación en una noche primaveral del 2006 en San Diego, California. Y soñarán con ser como ellos.
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