Elías Khoury/I*
La Jornada
Primero de agosto, 2006. Esta guerra no tendrá fin, incluso después del cese del fuego. Los israelíes quieren dos semanas más. ¡Dénles tres! Estados Unidos les da tiempo con nuestra sangre. Después de tres semanas, cuando los ataques aéreos se acallen, la guerra no llegará a su fin. No lo digo porque sienta mezcla de rabia con tristeza al ver los cadáveres de los niños de Qana.
No proclamo lo que será buena noticia para la guerra porque ame la guerra, o porque piense que la guerra conduce a la paz. No es tampoco una reacción emocional ni un frío análisis: es únicamente la convicción de que, desde que los israelíes se volvieron veleidosos con su fácil victoria en la Guerra de los Seis Días, decidieron que la guerra es su único lenguaje. Y que es necesario para el Levante árabe, de Palestina a Líbano, ser víctimas de su continuo y sangriento delirio.
Esta guerra no tendrá fin porque Estados Unidos e Israel no la ganarán. Los estadunidenses y los israelíes han perdido su habilidad para satisfacer sus ansias de matanza y pillaje. No tienen ya la capacidad de saciar su sed de sangre. Los sobrepasa, y la acompaña un profundo desencanto: sus ejércitos no han podido erradicar la vida que se estremece en el Oriente asiático. Quieren que aquí en Palestina y Líbano seamos cadáveres o pordioseros. De la víctima esperan postración, servilismo y desaparición en el olvido.
La guerra no tendrá fin, no porque queramos la guerra, sino porque Israel no puede ponerle tope a su lujuria de sangre. Ahora, después de su derrota militar en Bint Jbeil, quiere recuperar su posición infundiendo un temor que intimide, así la mantuvo alguna vez. Y eso porque un puñado de combatientes libaneses por la resistencia le dieron a la brigada Golani una probada del real significado de la guerra y le dijeron a la pandilla de asesinos que gobiernan Israel: la guerra no es una jocosa excursión que emprenden los aviones sobre los cuerpos exánimes de los niños.
Debemos ver la segunda masacre de Qana en este contexto, pero debemos entender también que la locura sangrienta de los israelíes no llega todavía a su clímax. El mundo olvida, pero la memoria de la sangre no olvida nunca. El Estado que se ufana en la pureza sagrada de las armas de su ejército sacrosanto se estableció mediante matanzas que se semejan muy de cerca a las dos masacres de Qana, y aquellas perpetradas por todo el sur de Líbano, que hoy sangra en Maroun al Ra, Aitaroun, Bint Jbeil y docenas de otros poblados destruidos. Y que ya se desangraron en la masacre de Houla, en 1948. Así que no nos llega nada nuevo por estos rumbos.
Nada nuevo llega, porque hemos probado el sabor de la sangre por años muy largos, desde el tiempo en que los profetas del sionismo descendieron a nosotros en su Estado, licuando barbarie y terror. Un Estado que se estableció para servir a las necesidades de los asesinos (europeos) de los judíos -un proyecto maquiavélico, de ninguna manera un proyecto moral- que hoy es la línea del frente del delirio estadunidense, que cree que puede beber petróleo en tazas, endulzado con la sangre de palestinos y libaneses.
Esta guerra no tendrá fin, no porque los árabes estén peleando, sino porque los árabes no quieren la guerra. Esta ironía brutal es una fabricación de estos regímenes árabes (los nuestros), cuyo pueblo se ahoga en la oscura tiranía impuesta con el fin de preservarle los tronos a quienes los dominan. Y es producto de aquellos barriles de petróleo de los regímenes árabes, que sólo sirven para minar las verdaderas riquezas de su pueblo. Regímenes que son responsables de la continuación de la guerra, porque quien no combate no tiene cómo hacer la paz.
¿No abandonaron a su sangriento destino a libaneses y a palestinos en 1982? ¿No se quedaron ahí parados, a un lado, como enmudecidos mendigos, ante las continuas masacres de palestinos en 2000? ¿No permanecieron en silencio mientras en Gaza se derramaba sangre palestina hace menos de un mes? ¿No han intentado aliviar sus conciencias con las sobras de su riqueza petrolera, y piensan que ésta puede borrar los rastros de sangre de las colinas de Líbano?
La guerra va a continuar porque pararla requiere de una guerra de verdad, para que Estados Unidos e Israel entiendan que el único camino hacia la paz es que Israel se retire de Cisjordania, Gaza y las alturas del Golán. Las hábiles maniobras dirigidas a que los árabes se sometieran pacíficamente, empezando con el tratado de paz egipcio-israelí, únicamente han pavimentado el camino hacia este infierno, un infierno de guerras extremas que se detienen sólo para recomenzar.
El discursear altanero y bravucón de Condoleezza Rice, y el de su jefe el idiota, no detendrán la guerra. Estados Unidos quiere tapar el humillante fracaso de los militares israelíes en dos formas: enviando fuerzas multinacionales que hagan lo que Israel fue incapaz de hacer, y/o empujando a los libaneses a riñas de facciones que aliviarían de misiles el norte de Israel. Pero ninguna de estas tentativas llegará a algún lado.
Los libaneses no pelearán nunca entre ellos dado que hoy reconocen que el camino más corto para disminuir sus penurias es mantener la unidad en la resistencia ante los invasores. Y en cuanto a las fuerzas multinacionales, nunca pondrán pie en suelo libanés. Lo que se requiere es una fuerza de paz, estacionada en la frontera y que se establezca según las siguientes bases, exclusivamente: intercambio de prisioneros, retorno a las granjas de Sheba y una investigación de los crímenes de guerra.
Israel sabe que sus fuerzas en Líbano no pueden tragarse más ridículo. Por tanto, la única arma con que cuenta, dada la probada impotencia de sus militares de elite al confrontar a los combatientes de la resistencia libanesa, es emprender una destrucción extrema. Elie Bishay, ministro shaa en el gobierno de Olmert, lo dijo claramente: queremos transformar los poblados libaneses en cajas de arena. El elocuente ministro olvida que los fundadores de su Estado proclamaban haber florecido el desierto. El único proyecto que tienen ahora los militares israelíes es desertificar el sur de Líbano. Pero nunca podrán lograr el despoblamiento de la región mediante masacres y migración forzada, ni proclamarse victoriosos.
Para confrontar esta barbarie aterradora, los libaneses cuentan con una sola arma: la firmeza y resuelta resistencia. Podemos perdurar hasta que la entereza se acabe en el mundo. Nos mantenemos resueltos hasta el límite. Resistimos, con la voluntad de resistir que poseemos. No gritamos. No hacemos un llamado a este mundo árabe a que despierte de sus ensoñaciones. No pedimos ayuda de aquellos que no desean ayudar a quien lo necesita. En cambio, decimos que estamos aquí hasta que la sangre melle la espada, y los asesinos se ahoguen en la sangre de sus víctimas.
Traducción: Ramón Vera Herrera
(Publicado originalmente en inglés en The London Review of Books. Se reproduce en estas páginas con la autorización del autor)
* Elias Khoury (1948) es un reconocido novelista, académico, guionista y dramaturgo libanés. Vive actualmente en Beirut. Ha sido editor de revistas como Mawaqif, Shu'un Filastiniyya, Al-Karmel, y de las secciones literarias de los diarios Al-Safir y Al-Nahar. Entre sus 10 novelas publicadas destacan Al-jabal al-saghir (La montañita), Beirut, 1977, traducida al inglés, al francés y al sueco; Abwab al-madina (Las puertas de la ciudad), Beirut, 1981, 1990, traducida al inglés; Rihlat Ghandi al-saghir (El viaje del pequeño Ghandi), Beirut, 1989, 2000, traducida al inglés, el francés y el italiano; y Bab al-shams (La puerta del sol), Beirut, 1998 (traducida a seis idiomas), reconocida como una de las grandes obras literarias contemporáneas, que aborda la saga y la lucha del pueblo palestino, de la cual el propio Khoury ha participado desde la adolescencia. Es, además, profesor emérito de varias de universidades importantes de Francia y Estados Unidos y ha sido director de varios festivales artísticos en Líbano
La Jornada
Primero de agosto, 2006. Esta guerra no tendrá fin, incluso después del cese del fuego. Los israelíes quieren dos semanas más. ¡Dénles tres! Estados Unidos les da tiempo con nuestra sangre. Después de tres semanas, cuando los ataques aéreos se acallen, la guerra no llegará a su fin. No lo digo porque sienta mezcla de rabia con tristeza al ver los cadáveres de los niños de Qana.
No proclamo lo que será buena noticia para la guerra porque ame la guerra, o porque piense que la guerra conduce a la paz. No es tampoco una reacción emocional ni un frío análisis: es únicamente la convicción de que, desde que los israelíes se volvieron veleidosos con su fácil victoria en la Guerra de los Seis Días, decidieron que la guerra es su único lenguaje. Y que es necesario para el Levante árabe, de Palestina a Líbano, ser víctimas de su continuo y sangriento delirio.
Esta guerra no tendrá fin porque Estados Unidos e Israel no la ganarán. Los estadunidenses y los israelíes han perdido su habilidad para satisfacer sus ansias de matanza y pillaje. No tienen ya la capacidad de saciar su sed de sangre. Los sobrepasa, y la acompaña un profundo desencanto: sus ejércitos no han podido erradicar la vida que se estremece en el Oriente asiático. Quieren que aquí en Palestina y Líbano seamos cadáveres o pordioseros. De la víctima esperan postración, servilismo y desaparición en el olvido.
La guerra no tendrá fin, no porque queramos la guerra, sino porque Israel no puede ponerle tope a su lujuria de sangre. Ahora, después de su derrota militar en Bint Jbeil, quiere recuperar su posición infundiendo un temor que intimide, así la mantuvo alguna vez. Y eso porque un puñado de combatientes libaneses por la resistencia le dieron a la brigada Golani una probada del real significado de la guerra y le dijeron a la pandilla de asesinos que gobiernan Israel: la guerra no es una jocosa excursión que emprenden los aviones sobre los cuerpos exánimes de los niños.
Debemos ver la segunda masacre de Qana en este contexto, pero debemos entender también que la locura sangrienta de los israelíes no llega todavía a su clímax. El mundo olvida, pero la memoria de la sangre no olvida nunca. El Estado que se ufana en la pureza sagrada de las armas de su ejército sacrosanto se estableció mediante matanzas que se semejan muy de cerca a las dos masacres de Qana, y aquellas perpetradas por todo el sur de Líbano, que hoy sangra en Maroun al Ra, Aitaroun, Bint Jbeil y docenas de otros poblados destruidos. Y que ya se desangraron en la masacre de Houla, en 1948. Así que no nos llega nada nuevo por estos rumbos.
Nada nuevo llega, porque hemos probado el sabor de la sangre por años muy largos, desde el tiempo en que los profetas del sionismo descendieron a nosotros en su Estado, licuando barbarie y terror. Un Estado que se estableció para servir a las necesidades de los asesinos (europeos) de los judíos -un proyecto maquiavélico, de ninguna manera un proyecto moral- que hoy es la línea del frente del delirio estadunidense, que cree que puede beber petróleo en tazas, endulzado con la sangre de palestinos y libaneses.
Esta guerra no tendrá fin, no porque los árabes estén peleando, sino porque los árabes no quieren la guerra. Esta ironía brutal es una fabricación de estos regímenes árabes (los nuestros), cuyo pueblo se ahoga en la oscura tiranía impuesta con el fin de preservarle los tronos a quienes los dominan. Y es producto de aquellos barriles de petróleo de los regímenes árabes, que sólo sirven para minar las verdaderas riquezas de su pueblo. Regímenes que son responsables de la continuación de la guerra, porque quien no combate no tiene cómo hacer la paz.
¿No abandonaron a su sangriento destino a libaneses y a palestinos en 1982? ¿No se quedaron ahí parados, a un lado, como enmudecidos mendigos, ante las continuas masacres de palestinos en 2000? ¿No permanecieron en silencio mientras en Gaza se derramaba sangre palestina hace menos de un mes? ¿No han intentado aliviar sus conciencias con las sobras de su riqueza petrolera, y piensan que ésta puede borrar los rastros de sangre de las colinas de Líbano?
La guerra va a continuar porque pararla requiere de una guerra de verdad, para que Estados Unidos e Israel entiendan que el único camino hacia la paz es que Israel se retire de Cisjordania, Gaza y las alturas del Golán. Las hábiles maniobras dirigidas a que los árabes se sometieran pacíficamente, empezando con el tratado de paz egipcio-israelí, únicamente han pavimentado el camino hacia este infierno, un infierno de guerras extremas que se detienen sólo para recomenzar.
El discursear altanero y bravucón de Condoleezza Rice, y el de su jefe el idiota, no detendrán la guerra. Estados Unidos quiere tapar el humillante fracaso de los militares israelíes en dos formas: enviando fuerzas multinacionales que hagan lo que Israel fue incapaz de hacer, y/o empujando a los libaneses a riñas de facciones que aliviarían de misiles el norte de Israel. Pero ninguna de estas tentativas llegará a algún lado.
Los libaneses no pelearán nunca entre ellos dado que hoy reconocen que el camino más corto para disminuir sus penurias es mantener la unidad en la resistencia ante los invasores. Y en cuanto a las fuerzas multinacionales, nunca pondrán pie en suelo libanés. Lo que se requiere es una fuerza de paz, estacionada en la frontera y que se establezca según las siguientes bases, exclusivamente: intercambio de prisioneros, retorno a las granjas de Sheba y una investigación de los crímenes de guerra.
Israel sabe que sus fuerzas en Líbano no pueden tragarse más ridículo. Por tanto, la única arma con que cuenta, dada la probada impotencia de sus militares de elite al confrontar a los combatientes de la resistencia libanesa, es emprender una destrucción extrema. Elie Bishay, ministro shaa en el gobierno de Olmert, lo dijo claramente: queremos transformar los poblados libaneses en cajas de arena. El elocuente ministro olvida que los fundadores de su Estado proclamaban haber florecido el desierto. El único proyecto que tienen ahora los militares israelíes es desertificar el sur de Líbano. Pero nunca podrán lograr el despoblamiento de la región mediante masacres y migración forzada, ni proclamarse victoriosos.
Para confrontar esta barbarie aterradora, los libaneses cuentan con una sola arma: la firmeza y resuelta resistencia. Podemos perdurar hasta que la entereza se acabe en el mundo. Nos mantenemos resueltos hasta el límite. Resistimos, con la voluntad de resistir que poseemos. No gritamos. No hacemos un llamado a este mundo árabe a que despierte de sus ensoñaciones. No pedimos ayuda de aquellos que no desean ayudar a quien lo necesita. En cambio, decimos que estamos aquí hasta que la sangre melle la espada, y los asesinos se ahoguen en la sangre de sus víctimas.
Traducción: Ramón Vera Herrera
(Publicado originalmente en inglés en The London Review of Books. Se reproduce en estas páginas con la autorización del autor)
* Elias Khoury (1948) es un reconocido novelista, académico, guionista y dramaturgo libanés. Vive actualmente en Beirut. Ha sido editor de revistas como Mawaqif, Shu'un Filastiniyya, Al-Karmel, y de las secciones literarias de los diarios Al-Safir y Al-Nahar. Entre sus 10 novelas publicadas destacan Al-jabal al-saghir (La montañita), Beirut, 1977, traducida al inglés, al francés y al sueco; Abwab al-madina (Las puertas de la ciudad), Beirut, 1981, 1990, traducida al inglés; Rihlat Ghandi al-saghir (El viaje del pequeño Ghandi), Beirut, 1989, 2000, traducida al inglés, el francés y el italiano; y Bab al-shams (La puerta del sol), Beirut, 1998 (traducida a seis idiomas), reconocida como una de las grandes obras literarias contemporáneas, que aborda la saga y la lucha del pueblo palestino, de la cual el propio Khoury ha participado desde la adolescencia. Es, además, profesor emérito de varias de universidades importantes de Francia y Estados Unidos y ha sido director de varios festivales artísticos en Líbano
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