Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá – Efectivo el 17 de septiembre finalmente tendrá lugar la renuncia de Alberto Gonzáles, Secretario de Justicia de George W. Bush.
Se marcha acusado de desempeñar mal el cargo. Se marcha por mentirle al Congreso sobre el despido de ocho fiscales generales. Se marcha porque la maquinaria burocrática allegada a Bush no le considera confiable. Se marcha porque tanto los medios de comunicación como la opinión pública lo repudian. Se marcha porque ni el mismo embatallado presidente puede justificar el puesto del servil burócrata que durante varias décadas fue su amigazo y abogado personal. Se marcha porque al fin de cuentas se convirtió en una carga insostenible para la Casa Blanca. Se marcha al igual que tantos otros acólitos de Bush, en despavorida desgracia.
Gonzáles, responsable de autorizar el ilegal espionaje telefónico gubernamental contra la ciudadanía estadounidense y de encubrir las barbaridades perpetradas en la base militar de Guantánamo contra los prisioneros del Medio Oriente, cerró con altanería el bochornoso capítulo declarando que “ha sido uno de mis más altos privilegios haber encabezado el Ministerio de Justicia.” Insólitas palabras. Muerde el polvo en derrota y a la vez se jacta de sus fechorías. No aprenden. Típico de la arrogancia de los funcionarios de Bush.
Se suma a una extensa lista de fracasados, supuestamente intocables, que se han visto obligados a dimitir de las esferas de poder. Ratas escapando el irreversible naufragio. Unas escapan con el rabo entre las patas. Otras sentenciadas a prisión. Esbirros todos de un gobierno en caída libre a la bancarrota moral.
Le precedieron a Gonzáles las renuncias de Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa y la del secretario de Defensa Donald Rumsfeld, ambos arquitectos de la brutal invasión de Iraq y Afganistán y autoridades máximas en la tortura de prisioneros en Abu Gharib y de los abusos en Guantánamo. Bush premiaría la lealtad de Wolfowitz. Lo elevó a presidente del Banco Mundial. Le salió el tiro por la culata. Al poco tiempo del nombramiento, el protegido de Bush fue obligado a renunciar luego de destaparse el escándalo internacional de abuso de poder. Wolfowitz le había asignado millonario salario a su amante.
Este año Lewis “Scooter” Libby renunciaría al puesto de jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney. La Corte Federal en Washington le acusó de crímenes contra el estado. El ex asesor de seguridad nacional fue declarado culpable de perjurio y de obstruir la justicia y condenado a 30 meses en prisión. No sirvió un día. Bush premió la lealtad de Libby con un perdón presidencial.
Para el mandatario no habría tal tregua. Continuaría la pesadilla. Recientemente la Casa Blanca anunció la renuncia del maquiavélico Kart Rove, el más confiable asesor de Bush, el cerebro detrás del trono de un mandatario desprovisto de materia gris y según fuentes en Washington, el titiritero de Gonzáles.
¿La realidad? En cuestión de un año Bush ha perdido los servicios de sus más íntimos incondicionales. Más que un eje de poder, la Casa Blanca se reviste de un ambiente de asfixiante desolación. Repudiado por la mayoría de la ciudadanía y de los medios de comunicación como consecuencia directa de la invasión de Iraq y de Afganistán, marginado por un Partido Republicano temeroso de perder las próximas elecciones presidenciales y abandonado por los aliados de Inglaterra y de otros países europeos en el aventurismo del Medio Oriente, la pretensión de liderazgo universal reclamada por Bush se le ha convertido en espejismo de ilusos.
Sin asesores de confianza e incapaz de expresar ideas originales, agendas coherentes o un sensible plan de gobierno por el año y medio que le queda en la presidencia, Bush está irremediable, absolutamente aislado. Se equivoca si cree que la dimisión del peripatético Gonzáles cierra la válvula de escape político.
Al contrario, la racha de fracasos y de corrupción en la Casa Blanca confirma las sospechas del estadounidense y del resto del mundo: la conducta de Bush provoca una grave bancarrota moral en los Estados Unidos. El tan cacareado ejemplo a seguir del presidente sobre la nobleza de aspirar a puestos públicos en calidad de líderes políticos, congresistas, burócratas o en las fuerzas armadas se reduce a palabras huecas que profundizan el cinismo del votante en asistir a las urnas o confiar en las promesas de la administración.
A la vez, otros segmentos de la sociedad reflejan la bancarrota del liderazgo político. Personajes de la farándula y de los deportes, otrora populares, a diario escandalizan tanto al público al arrestárseles por escándalos de drogas, de violaciones de tráfico, de excesivo consumo de licor y de brutal crueldad contra parientes y animales que la juventud se siente defraudada no solo por los líderes políticos como por los personajes cuyo ejemplo deberían seguir.
En lo que va del año, el patente desacato a la ley de parte de prominentes miembros en la industria del entretenimiento, de famosos deportistas profesionales y de capitanes de industria ha escandalizado a una sociedad generalmente inmune al escándalo. Pareciera que las populares cantantes y actrices Britney Spears, Paris Hilton, Linda Lohan y Nicole Ritchie toman turno compareciendo ante los juzgados acusadas consumir drogas, de accidentarse conduciendo a alta velocidad y en estado de ebriedad y de desacatar las órdenes de los tribunales cuando gozan de libertad bajo fianza.
En los deportes, multimillonarios atletas profesionales como el futbolista Michael Vick, son declarados culpable de criar perros de pelea y de matarlos con lujo de crueldad cuando pierden. El luchador profesional Owen Hart asesina a su esposa e hijo de ocho años y se suicida, supuestamente influenciado por el consumo de esteroides. En béisbol se acusa al pelotero Barry Bonds de empañar el récord mundial de 761 jonrones al utilizar drogas prohibidas para desarrollar músculos formidables. En básquetbol Tim Donaghy, árbitro de la liga profesional, se declara culpable de manipular juegos para favorecer a los apostadores profesionales y sus propias apuestas.
En el comercio grandes líderes de industria son condenados a prisión por robo y por defraudar a los inversionistas en cantidades que sobrepasan decenas de miles de millones de dólares. Para muchas víctimas, particularmente para los inversionistas de avanzada edad, las consecuencias del pillaje de cuello blanco les dejan hundidos en la pobreza y sin posibilidades de recuperar las pérdidas.
Cabe preguntarse ¿está tan totalmente impregnada de corrupción la sociedad estadounidense que no hay manera posible de recuperar la integridad, la dignidad y la vergüenza nacional? Por supuesto que no. La mayoría de la población es decente. Aún así, para comenzar a recuperarse habrá que esperar a que Bush y sus compinches desaparezcan del escenario.
Aún cuando se logre dicha meta, la percepción de impunes escándalos, uno tras otro, en el gobierno de Bush y la repetición de tales escándalos entre las más altas e influyentes esferas del comercio, de la cultura y de los deportes es suficiente para deducir que dicho comportamiento condujo a una bancarrota moral difícil de superar.
Estas circunstancias le restan a los Estados Unidos la autoridad moral de considerarse un modelo a seguir y menos aún el prepotente reclamo de creerse el indiscutible líder mundial con que Bush se autodenomina. Lo lamentable de esta realidad es que pasarán décadas para reparar los daños causados por los Bush y por los Gonzáles. Pasarán muchos años más para enmendar la descalabrada imagen de la nación ante el resto del mundo.
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá – Efectivo el 17 de septiembre finalmente tendrá lugar la renuncia de Alberto Gonzáles, Secretario de Justicia de George W. Bush.
Se marcha acusado de desempeñar mal el cargo. Se marcha por mentirle al Congreso sobre el despido de ocho fiscales generales. Se marcha porque la maquinaria burocrática allegada a Bush no le considera confiable. Se marcha porque tanto los medios de comunicación como la opinión pública lo repudian. Se marcha porque ni el mismo embatallado presidente puede justificar el puesto del servil burócrata que durante varias décadas fue su amigazo y abogado personal. Se marcha porque al fin de cuentas se convirtió en una carga insostenible para la Casa Blanca. Se marcha al igual que tantos otros acólitos de Bush, en despavorida desgracia.
Gonzáles, responsable de autorizar el ilegal espionaje telefónico gubernamental contra la ciudadanía estadounidense y de encubrir las barbaridades perpetradas en la base militar de Guantánamo contra los prisioneros del Medio Oriente, cerró con altanería el bochornoso capítulo declarando que “ha sido uno de mis más altos privilegios haber encabezado el Ministerio de Justicia.” Insólitas palabras. Muerde el polvo en derrota y a la vez se jacta de sus fechorías. No aprenden. Típico de la arrogancia de los funcionarios de Bush.
Se suma a una extensa lista de fracasados, supuestamente intocables, que se han visto obligados a dimitir de las esferas de poder. Ratas escapando el irreversible naufragio. Unas escapan con el rabo entre las patas. Otras sentenciadas a prisión. Esbirros todos de un gobierno en caída libre a la bancarrota moral.
Le precedieron a Gonzáles las renuncias de Paul Wolfowitz, subsecretario de Defensa y la del secretario de Defensa Donald Rumsfeld, ambos arquitectos de la brutal invasión de Iraq y Afganistán y autoridades máximas en la tortura de prisioneros en Abu Gharib y de los abusos en Guantánamo. Bush premiaría la lealtad de Wolfowitz. Lo elevó a presidente del Banco Mundial. Le salió el tiro por la culata. Al poco tiempo del nombramiento, el protegido de Bush fue obligado a renunciar luego de destaparse el escándalo internacional de abuso de poder. Wolfowitz le había asignado millonario salario a su amante.
Este año Lewis “Scooter” Libby renunciaría al puesto de jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney. La Corte Federal en Washington le acusó de crímenes contra el estado. El ex asesor de seguridad nacional fue declarado culpable de perjurio y de obstruir la justicia y condenado a 30 meses en prisión. No sirvió un día. Bush premió la lealtad de Libby con un perdón presidencial.
Para el mandatario no habría tal tregua. Continuaría la pesadilla. Recientemente la Casa Blanca anunció la renuncia del maquiavélico Kart Rove, el más confiable asesor de Bush, el cerebro detrás del trono de un mandatario desprovisto de materia gris y según fuentes en Washington, el titiritero de Gonzáles.
¿La realidad? En cuestión de un año Bush ha perdido los servicios de sus más íntimos incondicionales. Más que un eje de poder, la Casa Blanca se reviste de un ambiente de asfixiante desolación. Repudiado por la mayoría de la ciudadanía y de los medios de comunicación como consecuencia directa de la invasión de Iraq y de Afganistán, marginado por un Partido Republicano temeroso de perder las próximas elecciones presidenciales y abandonado por los aliados de Inglaterra y de otros países europeos en el aventurismo del Medio Oriente, la pretensión de liderazgo universal reclamada por Bush se le ha convertido en espejismo de ilusos.
Sin asesores de confianza e incapaz de expresar ideas originales, agendas coherentes o un sensible plan de gobierno por el año y medio que le queda en la presidencia, Bush está irremediable, absolutamente aislado. Se equivoca si cree que la dimisión del peripatético Gonzáles cierra la válvula de escape político.
Al contrario, la racha de fracasos y de corrupción en la Casa Blanca confirma las sospechas del estadounidense y del resto del mundo: la conducta de Bush provoca una grave bancarrota moral en los Estados Unidos. El tan cacareado ejemplo a seguir del presidente sobre la nobleza de aspirar a puestos públicos en calidad de líderes políticos, congresistas, burócratas o en las fuerzas armadas se reduce a palabras huecas que profundizan el cinismo del votante en asistir a las urnas o confiar en las promesas de la administración.
A la vez, otros segmentos de la sociedad reflejan la bancarrota del liderazgo político. Personajes de la farándula y de los deportes, otrora populares, a diario escandalizan tanto al público al arrestárseles por escándalos de drogas, de violaciones de tráfico, de excesivo consumo de licor y de brutal crueldad contra parientes y animales que la juventud se siente defraudada no solo por los líderes políticos como por los personajes cuyo ejemplo deberían seguir.
En lo que va del año, el patente desacato a la ley de parte de prominentes miembros en la industria del entretenimiento, de famosos deportistas profesionales y de capitanes de industria ha escandalizado a una sociedad generalmente inmune al escándalo. Pareciera que las populares cantantes y actrices Britney Spears, Paris Hilton, Linda Lohan y Nicole Ritchie toman turno compareciendo ante los juzgados acusadas consumir drogas, de accidentarse conduciendo a alta velocidad y en estado de ebriedad y de desacatar las órdenes de los tribunales cuando gozan de libertad bajo fianza.
En los deportes, multimillonarios atletas profesionales como el futbolista Michael Vick, son declarados culpable de criar perros de pelea y de matarlos con lujo de crueldad cuando pierden. El luchador profesional Owen Hart asesina a su esposa e hijo de ocho años y se suicida, supuestamente influenciado por el consumo de esteroides. En béisbol se acusa al pelotero Barry Bonds de empañar el récord mundial de 761 jonrones al utilizar drogas prohibidas para desarrollar músculos formidables. En básquetbol Tim Donaghy, árbitro de la liga profesional, se declara culpable de manipular juegos para favorecer a los apostadores profesionales y sus propias apuestas.
En el comercio grandes líderes de industria son condenados a prisión por robo y por defraudar a los inversionistas en cantidades que sobrepasan decenas de miles de millones de dólares. Para muchas víctimas, particularmente para los inversionistas de avanzada edad, las consecuencias del pillaje de cuello blanco les dejan hundidos en la pobreza y sin posibilidades de recuperar las pérdidas.
Cabe preguntarse ¿está tan totalmente impregnada de corrupción la sociedad estadounidense que no hay manera posible de recuperar la integridad, la dignidad y la vergüenza nacional? Por supuesto que no. La mayoría de la población es decente. Aún así, para comenzar a recuperarse habrá que esperar a que Bush y sus compinches desaparezcan del escenario.
Aún cuando se logre dicha meta, la percepción de impunes escándalos, uno tras otro, en el gobierno de Bush y la repetición de tales escándalos entre las más altas e influyentes esferas del comercio, de la cultura y de los deportes es suficiente para deducir que dicho comportamiento condujo a una bancarrota moral difícil de superar.
Estas circunstancias le restan a los Estados Unidos la autoridad moral de considerarse un modelo a seguir y menos aún el prepotente reclamo de creerse el indiscutible líder mundial con que Bush se autodenomina. Lo lamentable de esta realidad es que pasarán décadas para reparar los daños causados por los Bush y por los Gonzáles. Pasarán muchos años más para enmendar la descalabrada imagen de la nación ante el resto del mundo.
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