Presidencia de Harper ejemplo clásico de liderazgo inmerecido
Por Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá – Algunos analistas políticos aseguran que en una democracia elegimos al gobernante que merecemos. De otro modo, no estaría en el poder, ¿no? Se equivocan. No merecemos a buena parte de los trogloditas que elegimos.
Los futuros mandatarios dependen de los fondos invertidos en la campaña y de la habilidad de convertir en favorable capital político la indeferencia y hasta el cinismo de los pocos votantes que asisten a las urnas. En estas circunstancias la ingenuidad, la ignorancia o la falta de interés favorecen al ganador.
Lamentablemente a menudo aceptamos el viciado credo del publicista profesional al pintarnos al candidato como la reencarnación del Mesías. Nos impresiona el poderoso apoyo económico de las grandes corporaciones y de otros intereses creados. Nos asombran los astronómicos fondos recaudados para las elecciones. Nos dejamos llevar por dudosas promesas. Nos rendimos ante la perversa influencia de artificiales debates televisados.
Manufacturado el carisma, sucumbe el ciudadano. Una vez seducidos, votamos por tipos que en otras circunstancias no elegiríamos para cazadores de perros callejeros. Elegimos pues a cualquier narcisista aspirante a emperador. Nos vamos a la cama satisfechos. Cumplimos nuestro deber. Votamos. Peor es nada.
Despertaremos en error. Caemos en cuenta que Estados Unidos no merece a George W. Bush. Nicaragua no merece a Daniel Ortega. Canadá no merece a Stephen Harper. Pero como buenos ciudadanos, nos resignamos a vivir la condena católica del mal matrimonio: aguantar al insoportable cónyuge como Dios manda y el diablo disponga.
En Canadá tenemos la maldita costumbre de depositar el poder en manos de políticos desconocidos, de signos de interrogación, de incompetentes o de farsantes prepotentes. Es así que en una u otra de estas categorías se entronaron Joe Clark, Brian Mulroney, Jean Chretién y Paul Martin
En todas y cada una de las categorías encaja el regordete y aparentemente inofensivo Stephen Harper. ¡Qué mal hicimos! Nos desayunamos al instante que Harper ocupó 24 Sussex. Echando por la ventana la tradición parlamentaria de Primer Ministro se abrogó funciones presidenciales. Se dedicó a liderar la nación despilfarrando a sus anchas nuestras contribuciones al erario público, involucrándonos sin consulta alguna en una invasión que no nos incumbía, reduciéndonos a apéndice de Washington y comportándose con un autoritarismo y totalitarismo jamás visto en la política canadiense.
En menos de 19 meses, el público pegó el grito el cielo. Se apagó la estrella de Harper. Su amistad con Bush resultó costosa. Comprometer tropas en Afganistán a instancias de Washington le merece universal repudio. Su indecisión en tomar iniciativas contra el calentamiento del planeta le provoca más rechazos. Su paternalista estilo de gobernar le distancia de la ciudadanía. Decepcionó. Se acabó la luna de miel.
¿Qué hacer? Para Harper, admitir errores es impensable. ¿Solución? Reorganizar el gabinete. Echarle el muerto al subalterno. Deshacerse de ministros como quien dispone de papel higiénico usado. Selecciona de chivo expiatorio al general retirado Gordon O’Connor. Despedido del gabinete por inepto. El ministro de defensa fracasó en venderle al público un mejor cuadro militar y en pronosticar resultados positivos en la invasión. ¡Mejor despedir al general que al impopular mandatario!
Harper se lava las manos. Alega que necesita mejores comunicadores con miras a lograr mayoría parlamentaria en los próximos comicios. No ocurrirá. Nuestro flamante Primer Ministro desconfía tanto de sus ministros que les prohibe terminantemente hablar con los medios. Concluida la ceremonia, ninguno dijo esta boca es mía. Emplazó nuevas caras. Obedientes, invisibles y serviles incógnitas en un gabinete cerrado al público. Todo sigue igual.
¿Recicló Harper su imagen? ¡Ni pensarlo! Cada día se asemeja más a los robotitos importados de China, mismos que desaparecen de las jugueterías por dañinos al consumidor. Igual suerte le espera. Nadie merece tal suerte de gobernante.
Por Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá – Algunos analistas políticos aseguran que en una democracia elegimos al gobernante que merecemos. De otro modo, no estaría en el poder, ¿no? Se equivocan. No merecemos a buena parte de los trogloditas que elegimos.
Los futuros mandatarios dependen de los fondos invertidos en la campaña y de la habilidad de convertir en favorable capital político la indeferencia y hasta el cinismo de los pocos votantes que asisten a las urnas. En estas circunstancias la ingenuidad, la ignorancia o la falta de interés favorecen al ganador.
Lamentablemente a menudo aceptamos el viciado credo del publicista profesional al pintarnos al candidato como la reencarnación del Mesías. Nos impresiona el poderoso apoyo económico de las grandes corporaciones y de otros intereses creados. Nos asombran los astronómicos fondos recaudados para las elecciones. Nos dejamos llevar por dudosas promesas. Nos rendimos ante la perversa influencia de artificiales debates televisados.
Manufacturado el carisma, sucumbe el ciudadano. Una vez seducidos, votamos por tipos que en otras circunstancias no elegiríamos para cazadores de perros callejeros. Elegimos pues a cualquier narcisista aspirante a emperador. Nos vamos a la cama satisfechos. Cumplimos nuestro deber. Votamos. Peor es nada.
Despertaremos en error. Caemos en cuenta que Estados Unidos no merece a George W. Bush. Nicaragua no merece a Daniel Ortega. Canadá no merece a Stephen Harper. Pero como buenos ciudadanos, nos resignamos a vivir la condena católica del mal matrimonio: aguantar al insoportable cónyuge como Dios manda y el diablo disponga.
En Canadá tenemos la maldita costumbre de depositar el poder en manos de políticos desconocidos, de signos de interrogación, de incompetentes o de farsantes prepotentes. Es así que en una u otra de estas categorías se entronaron Joe Clark, Brian Mulroney, Jean Chretién y Paul Martin
En todas y cada una de las categorías encaja el regordete y aparentemente inofensivo Stephen Harper. ¡Qué mal hicimos! Nos desayunamos al instante que Harper ocupó 24 Sussex. Echando por la ventana la tradición parlamentaria de Primer Ministro se abrogó funciones presidenciales. Se dedicó a liderar la nación despilfarrando a sus anchas nuestras contribuciones al erario público, involucrándonos sin consulta alguna en una invasión que no nos incumbía, reduciéndonos a apéndice de Washington y comportándose con un autoritarismo y totalitarismo jamás visto en la política canadiense.
En menos de 19 meses, el público pegó el grito el cielo. Se apagó la estrella de Harper. Su amistad con Bush resultó costosa. Comprometer tropas en Afganistán a instancias de Washington le merece universal repudio. Su indecisión en tomar iniciativas contra el calentamiento del planeta le provoca más rechazos. Su paternalista estilo de gobernar le distancia de la ciudadanía. Decepcionó. Se acabó la luna de miel.
¿Qué hacer? Para Harper, admitir errores es impensable. ¿Solución? Reorganizar el gabinete. Echarle el muerto al subalterno. Deshacerse de ministros como quien dispone de papel higiénico usado. Selecciona de chivo expiatorio al general retirado Gordon O’Connor. Despedido del gabinete por inepto. El ministro de defensa fracasó en venderle al público un mejor cuadro militar y en pronosticar resultados positivos en la invasión. ¡Mejor despedir al general que al impopular mandatario!
Harper se lava las manos. Alega que necesita mejores comunicadores con miras a lograr mayoría parlamentaria en los próximos comicios. No ocurrirá. Nuestro flamante Primer Ministro desconfía tanto de sus ministros que les prohibe terminantemente hablar con los medios. Concluida la ceremonia, ninguno dijo esta boca es mía. Emplazó nuevas caras. Obedientes, invisibles y serviles incógnitas en un gabinete cerrado al público. Todo sigue igual.
¿Recicló Harper su imagen? ¡Ni pensarlo! Cada día se asemeja más a los robotitos importados de China, mismos que desaparecen de las jugueterías por dañinos al consumidor. Igual suerte le espera. Nadie merece tal suerte de gobernante.
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