Gabriel García Márquez llega hoy a sus ochenta años arropado por los esplendores de una fama que nunca imaginó en sus días de escuchar historias fabulosas en Aracataca
PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu
MUY NOBEL YA, con los aplausos y las reverencias que acompañan a ese inmenso mérito, vi a Gabriel García Márquez refugiarse en uno de los aposentos de la Casa del Caribe de Santiago de Cuba, con el rostro lívido tras haber presenciado el sacrificio de un animal de cuatro patas a una deidad africana. "Yo sé que la sangre purifica pero el dolor de la víctima es demasiado fuerte para mí", comentó hundido en una poltrona de mimbre.
Un diplomático alemán en La Habana quiso mostrarle punto a punto, ejemplar por ejemplar, por unos interminables cuarenta minutos, el inventario de la flora de su jardín. Al final del minucioso recuento, preguntó al escritor sus impresiones. García Márquez hilvanó cuatro rotundas palabras: "Todo es muy alemán".
Por esos mismos días irrumpió de improviso en la redacción de Granma Internacional. Raptó a su tocayo Gabriel Molina para aventurarlo en un edificio de La Habana del Este en busca de Ángel Augier, con las ansias de matar la nostalgia de los días compartidos en la redacción de Prensa Latina. Fue una literal ascensión al cielo: el elevador del inmueble donde habita el poeta estaba descompuesto.
Apenas tres de las miles de anécdotas cubanas de Gabriel José de la Concepción García Márquez pueden hacernos recordar cómo el largo matrimonio con la fama no le han hecho perder los arrestos ni las aprensiones propias de un hombre nacido hace justamente hoy ochenta años en Aracataca, una húmeda localidad del Caribe colombiano, arrasada por el recuerdo de las guerras políticas y la decadencia de las plantaciones bananeras. Un hombre que definió tempranamente su vocación literaria a partir de la acumulación de historias fabulosas que oía de su abuela Tranquilina Iguarán.
Un hombre que para los cubanos es como uno más entre nosotros, por su solidaridad inclaudicable, sus idas y vueltas por la Isla y, sobre todo, por su entrañable amistad con Fidel, a quien retrató con verbo elocuente y certero del siguiente modo: "Cuando habla con la gente de la calle, la conversación recobra la expresividad y la franqueza cruda de los afectos reales. Lo llaman: Fidel. Lo rodean sin riesgos, lo tutean, le discuten, lo contradicen, le reclaman, con un canal de transmisión inmediata por donde circula la verdad a borbotones. Es entonces que se descubre al ser humano insólito, que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer: un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal".
En casi todo el mundo, a pesar de una intensa obra narrativa que cubre títulos como La mala hora, La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Los funerales de Mamá Grande, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada y Memoria de mis putas tristes, y una copiosa producción periodística de excelencia, se le identifica por ser el autor de Cien años de soledad, publicada en Buenos Aires en 1967 por la Editorial Sudamericana con un tiraje inicial de unos 8 000 ejemplares, que se ha multiplicado con el tiempo a nada menos que más de 30 millones en unos 35 idiomas. Justamente en una ciudad entrañable para él, Cartagena de Indias, en el marco del IV Congreso Internacional de la Lengua Española a finales de este marzo, será presentada una edición especial, popular y académica de la novela, revisada por el autor.
Remiso a homenajes y entrevistas, Gabo no podrá escapar del estrépito que acompañará los festejos por su cumpleaños. Ayer mismo en Cartagena, donde se efectúa el XLVII Festival Internacional de Cine de esa ciudad, hubo una mesa redonda en la que participaron el chileno Miguel Littin, la costarricense Hilda Hidalgo , el mexicano Jaime Hermosillo, los colombianos Lisandro Duque y Jorge Alí Triana, y el argentino Fernando Birri, uno de los fundadores de la Escuela Internacional de Cine y Televisión en San Antonio de los Baños, junto al propio García Márquez para evocar sus experiencias de llevar a la pantalla grande las historias del escritor.
El cine, quizá más que las letras, es la gran pasión de García Márquez, desde su juventud en el Centro Experimental de Roma, espacio compartido con sus amigos Birri y los cubanos Alfredo Guevara, Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, a la vera del maestro italiano Césare Zavattini.
Por lo pronto se sabe que al menos cinco películas se han puesto en movimiento para estrenarse a lo largo de este año; la superproducción El amor en los tiempos del cólera, dirigida por el inglés Mike Newell y protagonizada por Giovanna Mezzogiorno, Javier Bardem y Catalina Sandino Moreno; Memoria de mis putas tristes, por el danés Henning Carlsen, con guión del célebre Jean Claude Carriere; El otoño del patriarca, a cargo del bosnio Emir Kusturica; Del amor y otros demonios, de la costarricense Hilda Hidalgo , alumna del escritor en los talleres que imparte en San Antonio de los Baños, y una propuesta familiar, puesto que va por cuenta de su hijo Rodrigo García Barcha: una nueva versión de Tiempo de morir.
PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu
MUY NOBEL YA, con los aplausos y las reverencias que acompañan a ese inmenso mérito, vi a Gabriel García Márquez refugiarse en uno de los aposentos de la Casa del Caribe de Santiago de Cuba, con el rostro lívido tras haber presenciado el sacrificio de un animal de cuatro patas a una deidad africana. "Yo sé que la sangre purifica pero el dolor de la víctima es demasiado fuerte para mí", comentó hundido en una poltrona de mimbre.
Un diplomático alemán en La Habana quiso mostrarle punto a punto, ejemplar por ejemplar, por unos interminables cuarenta minutos, el inventario de la flora de su jardín. Al final del minucioso recuento, preguntó al escritor sus impresiones. García Márquez hilvanó cuatro rotundas palabras: "Todo es muy alemán".
Por esos mismos días irrumpió de improviso en la redacción de Granma Internacional. Raptó a su tocayo Gabriel Molina para aventurarlo en un edificio de La Habana del Este en busca de Ángel Augier, con las ansias de matar la nostalgia de los días compartidos en la redacción de Prensa Latina. Fue una literal ascensión al cielo: el elevador del inmueble donde habita el poeta estaba descompuesto.
Apenas tres de las miles de anécdotas cubanas de Gabriel José de la Concepción García Márquez pueden hacernos recordar cómo el largo matrimonio con la fama no le han hecho perder los arrestos ni las aprensiones propias de un hombre nacido hace justamente hoy ochenta años en Aracataca, una húmeda localidad del Caribe colombiano, arrasada por el recuerdo de las guerras políticas y la decadencia de las plantaciones bananeras. Un hombre que definió tempranamente su vocación literaria a partir de la acumulación de historias fabulosas que oía de su abuela Tranquilina Iguarán.
Un hombre que para los cubanos es como uno más entre nosotros, por su solidaridad inclaudicable, sus idas y vueltas por la Isla y, sobre todo, por su entrañable amistad con Fidel, a quien retrató con verbo elocuente y certero del siguiente modo: "Cuando habla con la gente de la calle, la conversación recobra la expresividad y la franqueza cruda de los afectos reales. Lo llaman: Fidel. Lo rodean sin riesgos, lo tutean, le discuten, lo contradicen, le reclaman, con un canal de transmisión inmediata por donde circula la verdad a borbotones. Es entonces que se descubre al ser humano insólito, que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer: un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal".
En casi todo el mundo, a pesar de una intensa obra narrativa que cubre títulos como La mala hora, La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Los funerales de Mamá Grande, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada y Memoria de mis putas tristes, y una copiosa producción periodística de excelencia, se le identifica por ser el autor de Cien años de soledad, publicada en Buenos Aires en 1967 por la Editorial Sudamericana con un tiraje inicial de unos 8 000 ejemplares, que se ha multiplicado con el tiempo a nada menos que más de 30 millones en unos 35 idiomas. Justamente en una ciudad entrañable para él, Cartagena de Indias, en el marco del IV Congreso Internacional de la Lengua Española a finales de este marzo, será presentada una edición especial, popular y académica de la novela, revisada por el autor.
Remiso a homenajes y entrevistas, Gabo no podrá escapar del estrépito que acompañará los festejos por su cumpleaños. Ayer mismo en Cartagena, donde se efectúa el XLVII Festival Internacional de Cine de esa ciudad, hubo una mesa redonda en la que participaron el chileno Miguel Littin, la costarricense Hilda Hidalgo , el mexicano Jaime Hermosillo, los colombianos Lisandro Duque y Jorge Alí Triana, y el argentino Fernando Birri, uno de los fundadores de la Escuela Internacional de Cine y Televisión en San Antonio de los Baños, junto al propio García Márquez para evocar sus experiencias de llevar a la pantalla grande las historias del escritor.
El cine, quizá más que las letras, es la gran pasión de García Márquez, desde su juventud en el Centro Experimental de Roma, espacio compartido con sus amigos Birri y los cubanos Alfredo Guevara, Tomás Gutiérrez Alea y Julio García Espinosa, a la vera del maestro italiano Césare Zavattini.
Por lo pronto se sabe que al menos cinco películas se han puesto en movimiento para estrenarse a lo largo de este año; la superproducción El amor en los tiempos del cólera, dirigida por el inglés Mike Newell y protagonizada por Giovanna Mezzogiorno, Javier Bardem y Catalina Sandino Moreno; Memoria de mis putas tristes, por el danés Henning Carlsen, con guión del célebre Jean Claude Carriere; El otoño del patriarca, a cargo del bosnio Emir Kusturica; Del amor y otros demonios, de la costarricense Hilda Hidalgo , alumna del escritor en los talleres que imparte en San Antonio de los Baños, y una propuesta familiar, puesto que va por cuenta de su hijo Rodrigo García Barcha: una nueva versión de Tiempo de morir.
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