Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá - Una de dos. Si últimamente se nota que a George W. Bush se le escapan columnitas de humo por los oídos quizás se deba a la diaria andanada de escándalos en Washington. Lo más probable sin embargo es que sus mecánicos le rebalsaron de etanol el tanque del vacío cerebro y ahora se le queme la azotea por falta de conexión al resto del engranaje.
Ninguna de las dos posibilidades es remota para el residente-en-jefe del manicomio de la Casa Blanca. Especialmente cuando sus sabios consejeros le convencen que las ideas que le meten son las suyas propias, ideas únicas en una mente que jamás produjo una idea original. Peor le hacen sentirse maravillosamente bien. Como King Kong. Como el ratón que se comió al gato y el queso. Como Albert Einstein. En otras palabras, genial.
Cuando esto ocurre, y desafortunadamente para el resto de los mortales ocurre con demasiada frecuencia, no hay disparate en el mundo que no le agrade a George. Sale corriendo a la tele y la anuncia a los cuatro vientos como quien antes de almorzar descubrió la vacuna contra el SIDA, el parto sin dolor o la fuente de la juventud eterna. Cada barbaridad la convierte en otra página de su histórico legajo presidencial.
Fue así que los cortesanos le convencieron de la existencia de armas de destrucción masiva, de la inminente captura y muerte de Osama Bin Laden, del triunfo relámpago en Afganistán e Iraq, de los leves daños causados por el huracán Katrina en Nueva Orleáns, del descalabro total en Cuba al enfermarse el Presidente Fidel Castro, de la vulnerabilidad del Presidente venezolano Hugo Chávez y del apoteósico recibimiento en la reciente gira por Latinoamérica.
En Brasil el presidente de los Estados Unidos se presentó como el protector del ambiente. Sugirió que el etanol reemplazaría el petróleo. Para el bien de la humanidad. No fue tarea fácil. Prácticamente recurrió a una blasfemia económica. Contra sí mismo. Coincidió con el anuncio en los Estados Unidos del traslado a Brunei de la casa matriz de Halliburton, la multinacional petrolera cuyo director ejecutivo fuera el vicepresidente Dick Cheney y una de tantas mega corporaciones petroleras que se benefician de la invasión de Iraq, que han cimentado los lazos de Bush con los líderes absolutos y las petroleras del Medio Oriente y que han incrementado la fortuna de la familia por generaciones.
¿Etanol en vez de petróleo? ¿Absurdo? No para George y sus camaradas que seguramente ya han desarrollado el plan de apoderarse de la producción y distribución del etanol para que los automóviles del tío Sam continúen sobre ruedas. Según George el etanol se obtendría del cultivo de la caña y del maíz. ¿En los Estados Unidos? ¡Imposible! No hay espacio. Lo hay en la América latina donde abunda el suelo fértil, la mano de obra barata, el desempleo y donde la generosidad de las corporaciones estadounidenses nos brindaría los últimos avances en la tecnología científica para montar plantas a granel y sacarnos de la miseria supervisando y exportando la masiva producción del combustible vegetal.
Suena bien ¿no? ¡Ni pensarlo! Suena a podrido. ¡Demoníaca propuesta de subyugación proveniente de un capitalismo perverso y desenfrenado! Suena más bien como el tiro de gracia a la existencia del maíz tal como lo conocemos, por generaciones y milenios el principal sustento de nuestra humilde, orgullosa América. Asestado por la potencia del norte como lo hiciera antes con la banana, con el oro, con la madera y con cuanta materia prima atrajo la codicia del explotador al Hemisferio.
Al igual que la institucionalización de la maquiladora como fuerza de explotación de nuestros más humildes trabajadores, la conversión del maíz a etanol no augura bien para el Hemisferio. Los explotados en las maquilas, en su mayoría mujeres, jamás ganarán lo suficiente como para darse el lujo de comprar el producto que fabrican. La mano de obra barata de la industria del etanol desde ahora está condenada a no conducir jamás los automóviles impulsados por el etanol producido con el sudor de su labor.
Cuando el Tratado de Libre Comercio de Norte América forzó a México en 1994 a eliminar impuestos en las importaciones y a levantar las restricciones que impedían la comercialización del maíz estadounidense, cientos de miles de pequeños agricultores mexicanos se quedaron sin ingresos. No pudieron competir ni con el volumen de 5.5 millones de toneladas exportadas anualmente a México por los Estado Unidos ni con los precios de un maíz genéticamente modificado por científicos gringos y menos aún con los subsidios de US $10.1 mil millones de dólares que Washington asignó en el año 2000 a sus productores de maíz. A partir de 1994 y a consecuencia de los cambios antes mencionados, el precio del maíz mexicano decayó en un 70%. Prácticamente de la noche a la mañana pasó a la historia la hasta entonces inagotable fuente de vida nacional.
“Somos hijos del maíz” proclamó en grito de liberación Luis Enrique Mejía Godoy, el cantautor nicaragüense de la revolución sandinista. Su canto le dio vuelta al mundo y el mundo aprendió del mágico linaje del maíz y de su sustento de la vida, de las costumbres y de la cultura de nuestros pueblos. Y es que el maíz es así, sagrado para el indígena, eterna fuente de nutrición para la población en general. Nada más. Nada menos. Convertirlo en etanol para satisfacer la sed de combustible del gringo sería un crimen. No es retórica simplista. Tales medidas dejarían hambrientos de vida, de esperanza y de cultura a medio mundo. Reducirían al monocultivo a naciones enteras. En corto plazo pasaríamos de hijos del maíz a hijos de puta gringa. Engendrados por otra desesperada, irracional, obtusa idea en la enfermiza mente del ocupante de la Casa Blanca. Otro diabólico plan que el Hemisferio debe rechazar.
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá - Una de dos. Si últimamente se nota que a George W. Bush se le escapan columnitas de humo por los oídos quizás se deba a la diaria andanada de escándalos en Washington. Lo más probable sin embargo es que sus mecánicos le rebalsaron de etanol el tanque del vacío cerebro y ahora se le queme la azotea por falta de conexión al resto del engranaje.
Ninguna de las dos posibilidades es remota para el residente-en-jefe del manicomio de la Casa Blanca. Especialmente cuando sus sabios consejeros le convencen que las ideas que le meten son las suyas propias, ideas únicas en una mente que jamás produjo una idea original. Peor le hacen sentirse maravillosamente bien. Como King Kong. Como el ratón que se comió al gato y el queso. Como Albert Einstein. En otras palabras, genial.
Cuando esto ocurre, y desafortunadamente para el resto de los mortales ocurre con demasiada frecuencia, no hay disparate en el mundo que no le agrade a George. Sale corriendo a la tele y la anuncia a los cuatro vientos como quien antes de almorzar descubrió la vacuna contra el SIDA, el parto sin dolor o la fuente de la juventud eterna. Cada barbaridad la convierte en otra página de su histórico legajo presidencial.
Fue así que los cortesanos le convencieron de la existencia de armas de destrucción masiva, de la inminente captura y muerte de Osama Bin Laden, del triunfo relámpago en Afganistán e Iraq, de los leves daños causados por el huracán Katrina en Nueva Orleáns, del descalabro total en Cuba al enfermarse el Presidente Fidel Castro, de la vulnerabilidad del Presidente venezolano Hugo Chávez y del apoteósico recibimiento en la reciente gira por Latinoamérica.
En Brasil el presidente de los Estados Unidos se presentó como el protector del ambiente. Sugirió que el etanol reemplazaría el petróleo. Para el bien de la humanidad. No fue tarea fácil. Prácticamente recurrió a una blasfemia económica. Contra sí mismo. Coincidió con el anuncio en los Estados Unidos del traslado a Brunei de la casa matriz de Halliburton, la multinacional petrolera cuyo director ejecutivo fuera el vicepresidente Dick Cheney y una de tantas mega corporaciones petroleras que se benefician de la invasión de Iraq, que han cimentado los lazos de Bush con los líderes absolutos y las petroleras del Medio Oriente y que han incrementado la fortuna de la familia por generaciones.
¿Etanol en vez de petróleo? ¿Absurdo? No para George y sus camaradas que seguramente ya han desarrollado el plan de apoderarse de la producción y distribución del etanol para que los automóviles del tío Sam continúen sobre ruedas. Según George el etanol se obtendría del cultivo de la caña y del maíz. ¿En los Estados Unidos? ¡Imposible! No hay espacio. Lo hay en la América latina donde abunda el suelo fértil, la mano de obra barata, el desempleo y donde la generosidad de las corporaciones estadounidenses nos brindaría los últimos avances en la tecnología científica para montar plantas a granel y sacarnos de la miseria supervisando y exportando la masiva producción del combustible vegetal.
Suena bien ¿no? ¡Ni pensarlo! Suena a podrido. ¡Demoníaca propuesta de subyugación proveniente de un capitalismo perverso y desenfrenado! Suena más bien como el tiro de gracia a la existencia del maíz tal como lo conocemos, por generaciones y milenios el principal sustento de nuestra humilde, orgullosa América. Asestado por la potencia del norte como lo hiciera antes con la banana, con el oro, con la madera y con cuanta materia prima atrajo la codicia del explotador al Hemisferio.
Al igual que la institucionalización de la maquiladora como fuerza de explotación de nuestros más humildes trabajadores, la conversión del maíz a etanol no augura bien para el Hemisferio. Los explotados en las maquilas, en su mayoría mujeres, jamás ganarán lo suficiente como para darse el lujo de comprar el producto que fabrican. La mano de obra barata de la industria del etanol desde ahora está condenada a no conducir jamás los automóviles impulsados por el etanol producido con el sudor de su labor.
Cuando el Tratado de Libre Comercio de Norte América forzó a México en 1994 a eliminar impuestos en las importaciones y a levantar las restricciones que impedían la comercialización del maíz estadounidense, cientos de miles de pequeños agricultores mexicanos se quedaron sin ingresos. No pudieron competir ni con el volumen de 5.5 millones de toneladas exportadas anualmente a México por los Estado Unidos ni con los precios de un maíz genéticamente modificado por científicos gringos y menos aún con los subsidios de US $10.1 mil millones de dólares que Washington asignó en el año 2000 a sus productores de maíz. A partir de 1994 y a consecuencia de los cambios antes mencionados, el precio del maíz mexicano decayó en un 70%. Prácticamente de la noche a la mañana pasó a la historia la hasta entonces inagotable fuente de vida nacional.
“Somos hijos del maíz” proclamó en grito de liberación Luis Enrique Mejía Godoy, el cantautor nicaragüense de la revolución sandinista. Su canto le dio vuelta al mundo y el mundo aprendió del mágico linaje del maíz y de su sustento de la vida, de las costumbres y de la cultura de nuestros pueblos. Y es que el maíz es así, sagrado para el indígena, eterna fuente de nutrición para la población en general. Nada más. Nada menos. Convertirlo en etanol para satisfacer la sed de combustible del gringo sería un crimen. No es retórica simplista. Tales medidas dejarían hambrientos de vida, de esperanza y de cultura a medio mundo. Reducirían al monocultivo a naciones enteras. En corto plazo pasaríamos de hijos del maíz a hijos de puta gringa. Engendrados por otra desesperada, irracional, obtusa idea en la enfermiza mente del ocupante de la Casa Blanca. Otro diabólico plan que el Hemisferio debe rechazar.
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