Por Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
TORONTO, Canadá —. En Canadá la llegada del invierno es motivo de irracional regocijo para los deportistas del esquí. Ave de mal agüero para los demás. La temporada despliega sublime, surreal, a menudo aterradora belleza. Paisaje de tarjeta postal en matices de gris en gris y blanco. Cuatro a cinco meses glaciales. Frío congelador. Gente somnolienta. Escasez de aves.
A fines de noviembre el enorme manto se desprende suavemente de los cielos y reposa sobre la superficie de la nación. Silenciosamente la nieve desciende y se extiende con precisión maravillosa. Adquirida en milenios de práctica. Marcando obedientemente el calendario, cae lenta y segura. Ciudades y campo se visten de blanco. Constante, paulatinamente cubre calles, aceras, árboles y tejados. Se convierte en hielo. Permanece así hasta principios de mayo.
En algunos casos transforma los caminos en pistas de patinaje. El transeúnte apresura la marcha solamente en la medida que cada quien esté dispuesto a sufrir las consecuencias de agilizar el paso. Movimientos repentinos provocan sorpresivos resbalones. Cualquier desliz amenaza romperle la crisma al más diestro cuando menos lo espera. Pésimas perspectivas para quienes empinan el codo.
La noche aumenta el riesgo de accidentes. Denominada hielo negro por la imposibilidad de detectar la resbaladiza capa de hielo cubriendo pavimento y aceras, la superficie se transforma en enorme espejo. El resplandor de la nieve rompe dramáticamente lo que en otros climas sería oscuridad. Las noches son blancas. Despojadas de follaje, las desnudas ramas de los árboles proyectan imágenes fantasmagóricas. Engañosas también.
A primera vista la romántica visión de una nevada fresca sugiere que al dar contra el suelo se amortigua la caída del individuo. Mal cálculo. Lo enfatiza el siniestro canto de las sirenas de ambulancia al interrumpir la calma nocturnal. Correctamente se asume que ha ocurrido otro accidente. Mañana habrá más de un brazo roto. Más de una visita a la sala de emergencia. Más de un velorio.
Los automóviles se deslizan unos con más cuidado que otros. En un abrir y cerrar de ojos el desalmado que corre a alta velocidad reduce el coche de último modelo a inservible chatarra. Su conductor simplemente pasa a mejor vida … si es que la hay. ¡Lo duro que es excavar fosas por esta época del año! No hay sepulturero capaz de hacerlo. Se requieren palas mecánicas de infernal poderío para perforarle la última morada al insensato. El intenso frío transforma la superficie en acero impenetrable. Más valdría cerrar panteones. Declarar un moratorio en muertes y entierros. Por este tiempo del año. Cada año.
El invierno deprime, trastorna, fascina y no perdona. Inexorablemente sigue al otoño con la misma exactitud con que la noche sigue al día. En el teatro del ártico, Canadá juega el doble papel de Blanca Nieves y bruja, particularmente cuando la temperatura se desploma a quién sabe a cuánto bajo cero. En estas circunstancias de nada sirve consultar termómetros. No importa saber hasta cuántos centígrados desciende el mercurio en días tan frígidos. Hay ritos más importantes que observar. En un ambiente anormal la vida sigue su ritmo normal. Se arropa al niño de pies a cabeza antes de enviarlo a la escuela. Se abrigan los adultos para salir al trabajo, a la universidad, a las diversiones o de compras. Los más afortunados se escapan a Cuba. Los jubilados, denominados aves de invierno, vuelan a Miami, México o Arizona para escapar los rigores de la temporada.
Los animales son otra cosa. Algunos se adaptan ingeniosamente. En el ártico canadiense un pequeño murciélago sobrevive el invierno en heladas cavernas y a temperaturas de 60 grados bajo cero. Ningún mortal sobrevive en estas condiciones pero millones de murciélagos cuelgan en cavernas, auto-congelados y apretujados en estado de animación suspendida. De vez en cuando despiertan brevemente para recalentar el motor. Lo logran con un rápido encuentro sexual y vuelven a hibernar. Al oso polar, por otra parte, le deleita el invierno. Sin embargo los animalitos domesticados requieren medidas especiales. A veces estrambóticas. El perrito mascota hará sus ejercicios diarios y sus necesidades higiénicas con sus cuatro patitas debidamente protegidas por guantes de invierno, tejidos expresamente para las privilegiadas mascotas. No hay caso en echarse a morir. Pero a menudo la muerte se da cita con los menos privilegiados.
Las heladas traen consigo contrastes absurdos. Cuando la demanda por electricidad para la calefacción del hogar excede la capacidad de las plantas hidroeléctricas, se producen apagones que convierten el hogar en mortal frigorífico. Las tuberías se rompen y es necesario evacuar a los ocupantes para que no perezcan congelados en su propio hogar. En algunos casos, y para consternación de los parientes, la orden de evacuación llega demasiado tarde.
Invariablemente las peores tragedias humanas se dan en el centro de la ciudad. Cada vez que la temperatura desciende a menos 20 grados, los medios de comunicación alertan a la población. Es peligroso exponerse al frío. Con esta señal decenas de samaritanos voluntarios se dan a la tarea de escudriñar la noche. En grupos de tres o cuatro patrullan portones y centros comerciales buscando indigentes para brindarles refugio bajo techo. Descartado por la sociedad, el pobre diablo generalmente deambula como autómata entre los palacios al consumerismo. Mendiga asistencia de un público indiferente. Los más independientes, los más orgullosos, los más tercos rehúsan guarecerse de la inclemente helada. Al día siguiente uno que otro amanece cadáver. Tirado en la cuneta. Tieso. Congelado. Irónicamente, muerto de hambre y de frío en el frío seno de la opulencia. Los diarios reportan el acontecimiento en breve e inconsecuente nota periodística. ¡Otra lamentable estadística de país súper desarrollado!
Irónico también que ante la irremediable certeza del invierno Blanca Nieves Canadá viva obsesionada con el estado del tiempo. Obsesionada con el pronóstico, y a sabiendas de que no se puede hacer nada, la población constantemente consulta la radio, la tele y el ordenador. Es la comidilla del día en la oficina, en el taller, en la escuela, en el bar, en el autobús, en el ascensor y en las fiestas. Inútil tarea. Nada cambia. La vida, y el invierno, mantienen un derrotero irreversible. La bruja del cuento invernal no altera los elementos hasta que no le dé la real gana o hasta que llegue la primavera.
El masoquista actúa con mayor cordura. Descarta meteorólogo y pronósticos aceptando estoicamente los rigurosos inviernos. Los otros captarán el estado del tiempo no más al asomar la nariz al aire. Se les congela. Además, cuando al frío llega acompañado de vientos de 50 kilómetros por hora, como ocurre a menudo, solo el necio se aventura a husmear el aire libre sin necesidad. La combinación de ventisca y hielo cala los huesos del más cristiano y como todo buen cristiano la víctima del fenómeno glacial no tiene más alternativa que bajar la santísima corte celestial y maldecir los elementos a diestra y siniestra. La insoportable helada da la mentira a la teoría del calentamiento del planeta.
Esta realidad conduce nítidamente a la mística de que el canadiense es frío por naturaleza. Especialmente en lo sentimental. Se dice que el hombre es reservado, introvertido, imperturbable e insensible. Le mueve únicamente el hockey y la cerveza. Se dice que la mujer simboliza al monte Kilimanjaro. Los maravillosos senos y prolongados cuerpos alabastrinos, eternamente cubiertos por la impenetrable frialdad de las nevadas, en su interior ocultan incandescente fuego emocional. Se piensa que, imitando al murciélago ártico, ambos despiertan momentáneamente del sopor, hacen el amor en un instante y se retiran al estado de permanente animación suspendida.
Esto es un poco exagerado. Por lo general, el canadiense es generoso, amable y humanitario. Desafortunadamente el canadiense es sumamente cauto, conservador e introvertido y de ahí la especulación de carecer de sentimientos, especialmente en el departamento amatorio.
¿Será genético? ¿Será que tanto les afecta el invierno? ¡Quién sabe! Pero a esta inusual teoría se achaca el fenómeno del ínfimo crecimiento poblacional en la segunda nación de mayor extensión territorial en el mundo. Canadá simplemente no se reproduce. El país recurre a la inmigración para repoblarse. Por el momento, italianos, portugueses y latinoamericanos trabajan en la construcción en amplio desafío de los elementos. El frío es secundario a la necesidad de mejorar su condición económica y la educación de los hijos. Crece el país. Crece el inmigrante. Se multiplica también. En cuestión de 20 años solamente las antes mencionados agrupaciones étnicas conforman dos de los 30 millones de canadienses. Hay más de otras nacionalidades.
Se calcula que en 15 años los inmigrantes y sus descendientes habrán sobrepasado la población total de anglocanadienses y francocanadienses juntos. Los enanitos de Blanca Nieves tomarán las riendas de la nación. Entre bastidores, otra bruja pretendiente, la de Washington, observa codiciosamente los recursos, las inmensas riquezas naturales y los vastos despoblados espacios de la vecina al norte. Blanca Nieves Canadá duerme el largo invierno. Estados Unidos está al acecho.
No debe extrañar. Canadá se mueve a paso de tortuga. Mientras Blanca Nieves Canadá se satisface con su precario, inocente estado semi virginal, otras naciones incrementan la población y se desarrollan aceleradamente. En los Estados Unidos 40 millones de hispanohablantes superan la población total de Canadá. En la Ciudad de México, en donde el frío no afecta tanto la testosterona individual, la población del DF prácticamente equivale a la suma total de la población canadiense.
Esto es preocupante. Obviamente los insoportables, crudos inviernos no cambiarán por mucho que lo pronostiquen los ambientalistas. Pero si Canadá no abandona su proverbial estado letárgico, los vecinos del Sur violarán la virginidad a Blanca Nieves.