sábado, abril 08, 2006

Olvidados en Tierra de Nadie

Inmigración: arbitrarias deportaciones entorpecen desarrollo de Canadá

Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York

Cuando Canadá era tierra de nadie, tierra de tundra, glaciares y pinos llegaron los primeros pobladores. Entraron por Alaska. Hoy les identificamos como los Inuit, Aborígenes y Primeras Naciones. Eran pequeños grupos de nómadas a la deriva y se radicaron donde les dio la gana. No había pasaportes entonces.

Por los años 1600 empezó la colonización de los europeos. Menos los españoles. A pesar haber sentado pie en América en 1492 no les apetecía este inhóspito, frío lugar. Preferían los climas cálidos y las riquezas de México, del Caribe, Centro América y Perú.


Hay quienes aseguran que se bautizó a este país Canadá como resultado de una escueta nota enviada por una avanzada de exploradores españoles a su capitanía en California. Decepcionados al no encontrar riquezas en el norte como las del imperio Azteca o del imperio Inca, el mensaje leía simplemente “Acá nada.” Pegó el chistoso, lacónico estribillo. Se le llamó Canadá. No sé si será cierto. No importa. Pero la verdad es que Hernán Cortés jamás se dio una vuelta por estos lados. Ningún español de entonces osaría enfrentar los duros elementos de hielo, frío y osos negros.

Los primeros europeos fueron franceses. Despiadados. Hubo exploradores genuinos, aventureros, fanáticos del cristianismo y vagos. Muchos vagos. Era difícil distinguir entre los unos y los otros. Pero se quedaron sin que nadie les echara de los territorios. Les siguieron puritanos ingleses. Algunos huían de persecución religiosa. Otros, que llegaron del sur, eran fieles a la monarquía inglesa y en 1700 optaron por disparárselas a Canadá en vez de participar en la Revolución Americana que les convertiría en ciudadanos de la nueva, independiente nación de los Estados Unidos. Refugiados políticos, prácticamente.

Poco después apareció el Ferrocarril Subterráneo (The Underground Railroad) así denominado porque miles de negros americanos se cruzaron a Canadá para escaparse de la brutal esclavitud a que se les sometía en los Estados Unidos. Víctimas del racismo.

Aunque ya en 1536 había irlandeses y escoceses en el país no fue hasta 1850 que decenas de miles de irlandeses arribaron en Canadá. Una mortal epidemia exterminaba Irlanda. Los que pudieron, escaparon de la devastadora hambruna de la papa, como se denominó la plaga, y encontraron techo en Canadá. Refugiados del hambre y de la miseria.

Por los años 1850 se construiría el ferrocarril nacional para unir la nación desde el Atlántico hasta el Pacífico. Se importó trabajadores asiáticos. Devengaban sueldos miserables y tratamiento de esclavos. Muchísimos murieron a causa de la explotación y de accidentes de trabajo. Su labor enlazó al país de océano a océano, creó industrias e incrementó la llegada de más europeos, particularmente ucranianos, a quienes se les sedujo con regalos de tierras en las praderas y en el oeste para desarrollar esa desolada geografía nacional.

A fines del siglo XIX y a principios del siglo XX vinieron los italianos. Desarrollaron la construcción –soberbios edificios, viviendas, calles, puentes y carreteras- sentando los cimientos, la riqueza y la extraordinaria prosperidad de las grandes ciudades como Toronto, Montreal y Vancúver.

A nadie se le pidió pasaporte. A ninguno se le llamó ilegal. Nadie era indocumentado. Vinieron a trabajar. Construyeron la nación. Hubo discriminación contra algunos por incomprensión étnica pero en general se acogió al trabajador, al aventurero y a más de un delincuente por igual. Con el tiempo estos individuos se convertirían en los pilares de la comunidad y en los capitanes de empresa que transformaron Canadá en una nación próspera y multicultural.

Hoy nos vanagloriamos de tonterías que estaban aquí desde la época de los dinosaurios. Canadá es el segundo país de mayor extensión en el mundo. ¡Joder! A pesar de tanto espacio constituimos una nación despoblada. Apenas sobrepasamos la población total de la capital de México. Somos unos 34 millones. Prácticamente nada. Nos reproducimos a paso de tortuga. La nación necesita más gente para desarrollarse pero nuestros líderes, que se jactan de enviar tropas a Afganistán para enseñarles a vivir en paz y armonía, mezquinamente decretan que aquí no hay espacio para que 200 mil indocumentados permanezcan acá en paz y armonía y hagan lo que hicieron sus padres y abuelos.

En nada de esto hay lógica. Al igual que manso cordero del ocupante de la Casa Blanca, nuestro servil aprendiz de Primer Ministro blande el conveniente argumento de bloquear la residencia de los indocumentados en aras de proteger la seguridad nacional. Sin embargo cada año, por más de 25 años, hemos importado 50 mil trabajadores de Jamaica y de México sin que ninguno de ellos amenace nuestra seguridad nacional. Llegan, recogen las cosechas de frutas, vegetales y tabaco y se marchan. Su labor es tan mal remunerada que ningún anglosajón la aceptaría a cambio de salarios mínimos y de alojamiento infrahumano durante la estadía de ocho meses. Al concluir la temporada, se les envía de regreso a sus países y sanseacabó.

La mezquindad es patológica en el nuevo rico. Para apropiarse de la tierra y de la explotación de las pieles, los colonos prácticamente exterminaron al indígena. Remitieron a los sobrevivientes a inmundas reservas. Ahora sus descendientes temen que el vecino les supere. Pretenden que la nación fue suya desde una eternidad. ¡No faltaba más! Convenientemente descartan sus humildes orígenes. Transformados en gobernantes, empresarios, usureros y mandamás la nueva generación se abandera de una aristocracia y de una superioridad que nunca tuvieron ni existió jamás en este país de nadie y se ensañan contra los modernos inmigrantes demandando su expulsión de Canadá. ¡Qué poca vergüenza! ¡Qué colosal falta de integridad!

Carecen de humanidad. Carecen de decencia. Carecen de compasión. Carecen de sentido común. Carecen del espíritu de sus antecesores. Carecen de memoria histórica. Carecen de visión. En este país de nadie, forjado por inmigrantes, desde el prepotente Primer Ministro hasta el indigente de la calle Yonge, desde el irlandés muerto de hambre de antaño hasta el trabajador portugués de la construcción, desde los desertores de la revolución americana y de la guerra en Vietnam hasta los refugiados políticos, desde las víctimas puritanas de persecución religiosa hasta los discriminados por orientación sexual, o todos somos ilegales o nadie lo es.

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