Unos digieren Don Quijote, otros desayunan gringos
Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto – Este mes el cristianismo celebra la Semana Santa. Es la temporada de recogimiento espiritual. Algunos practican el ayuno y la abstinencia. Otros se van al mar. Las ciudades se vacían. Durante dos semanas de vacaciones escaparán del sofocante calor. En la playa hay fresco. Hay alegría. Los veraneantes las convierten en exóticos bacanales de baile, licor, tangas y un poco de natación. Más licor que otra cosa. Algunos cristianos se ahogan, otros perecen en accidentes automovilísticos. En el mar los tiburones lo pasan bien. Les da igual el cristiano y el borracho. Se desayunan con ambos.
Hay balnearios populares que mantienen en alerta a más publicistas que socorristas. Su propósito es que no se divulguen las estadísticas de muertes por tiburón. Fatal para el occiso. Fatal para la industria turística. No se difunde. Pero ocurre bien a menudo en los días sagrados. Castigo de Dios, decía mi abuela. Más frecuente de lo que piensan el desprevenido turista o el ebrio local.
Lo sé por experiencia propia. En 1972 pasé la Semana Santa con mis dos hijas en una playa del Pacífico nicaragüense. Un día, cuando los tres entramos corriendo al agua, me tropecé con lo que creí era una áspera roca. Como no veo bien sin gafas, le di otro vistazo al objeto. No había tal roca. Nadando en dos pies de agua, se movía perezosamente una aleta. Le pertenecía a un tiburón de un metro y pico de largo. No sé por qué no mordió. Habría comido o consideró mis patas demasiado raquíticas para un buen bocado. Sin hacer olas, abandonamos sigilosamente el sitio. Un pescador local me dijo que uno de ellos se le había llevado la mano derecha al recoger su red de pescar. En dos pies de agua. Era grande, me aseguró. No regresamos jamás a la playa. Le cogí aversión al tiburón. Nunca vi la película Jaws.
Esta semana la revista cubana Juventud Rebelde acarrea un artículo publicado originalmente en Bohemia. Cuenta que en abril de 1936, hace 70 años, los hijos del general Carlos Rojas pescaron un tiburón. Lo ultimaron de dos balazos en la cabeza. Lo abrieron y en el vientre le encontraron un tomo de Don Quijote, de Miguel de Cervantes Saavedra. El clásico literario estaba relativamente intacto. El profesor Luis Howell Rivero, de la Cátedra de Zoografía de la Escuela de Ciencias, Instituto de Peces de la Universidad de La Habana, dedujo que el tiburón lo habría ingerido poco antes de su captura. De lo contrario, los ácidos del estómago habrían desbaratado el libro.
La ejecución sumaria, por otra parte, confirma mis sospechas sobre la estupidez de los militares. Desconfiando del literato, lo condenan a muerte. No perdonan ni al tiburón del Don Quijote. Bueno sería que extendieran la cortesía los tiburones de la política. Sería esperar demasiado de los imbéciles. Por suerte, al triunfar la revolución cubana, se acabaron los generales. No así el simbolismo. Estudiante que no digiere El Quijote, estudiante que se merece una F. Por pura coincidencia la F del aplazado parece cadalso. De ahí la apta expresión “me colgaron.” Cuestión de gustos. Es mejor que decir “me tiburonearon.” Al menos el estudiante sale del examen con vida. Maltrecho, pero con vida. La revista Bohemia no reportó si alguien leía Don Quijote al ocurrir el percance. Quizás otro tiburón se comería al lector de la novela. No se sabe pero que comen gente, la comen.
Ocurrió en Nicaragua hará unos 20 años. El río San Juan comunica el mar Caribe con el Lago de Granada, el único lago de agua dulce en el mundo en donde se ha aclimatado el tiburón. Navega por el río del Caribe al lago. De ida y vuelta. La población local lo pesca. Exportaban filetes a restaurantes de Nueva York. Durante esa Semana Santa encontraron un Timex en el vientre de uno de los tiburones. El reloj llevaba inscrito el nombre de un turista gringo que días antes había desaparecido en el lago. Sospechaban que se ahogó. Se le advirtió que no nadara por la presencia de tiburones. El macho no hizo caso. Se lo hartaron los tiburones. No sé si el reloj aún marcaría la hora pero de haberse comprobado podrían haber diseñado un estupendo comercial para la compañía Timex.
En los últimos años, por esta época del año, es común ver tiburones en Miami. Se acercan a la orilla de la playa. Quizás por ello será que los bañistas, cristianos o no, observan la curiosa costumbre de persignarse con agua salada antes de meterse al mar. Quien sabe si surte efecto. Cada año aumentan los encuentros fatales. Por lo general, el veraneante lleva las de perder. Hay demasiados en las playas. Hay muchos alimentos desechables. Mucha gente obesa y lenta. La combinación es un atractivo bocado para el paladar del tiburón.
Hasta cierto punto creo que en la justicia poética. Durante la Semana Santa el cristiano se abstiene de comer carne. Es parte de la tradición religiosa. Come pescado. El tiburón debe ser católico. Hace lo contrario. Durante la Semana Santa come cristianos. Como quien dice, estamos en paz
Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto – Este mes el cristianismo celebra la Semana Santa. Es la temporada de recogimiento espiritual. Algunos practican el ayuno y la abstinencia. Otros se van al mar. Las ciudades se vacían. Durante dos semanas de vacaciones escaparán del sofocante calor. En la playa hay fresco. Hay alegría. Los veraneantes las convierten en exóticos bacanales de baile, licor, tangas y un poco de natación. Más licor que otra cosa. Algunos cristianos se ahogan, otros perecen en accidentes automovilísticos. En el mar los tiburones lo pasan bien. Les da igual el cristiano y el borracho. Se desayunan con ambos.
Hay balnearios populares que mantienen en alerta a más publicistas que socorristas. Su propósito es que no se divulguen las estadísticas de muertes por tiburón. Fatal para el occiso. Fatal para la industria turística. No se difunde. Pero ocurre bien a menudo en los días sagrados. Castigo de Dios, decía mi abuela. Más frecuente de lo que piensan el desprevenido turista o el ebrio local.
Lo sé por experiencia propia. En 1972 pasé la Semana Santa con mis dos hijas en una playa del Pacífico nicaragüense. Un día, cuando los tres entramos corriendo al agua, me tropecé con lo que creí era una áspera roca. Como no veo bien sin gafas, le di otro vistazo al objeto. No había tal roca. Nadando en dos pies de agua, se movía perezosamente una aleta. Le pertenecía a un tiburón de un metro y pico de largo. No sé por qué no mordió. Habría comido o consideró mis patas demasiado raquíticas para un buen bocado. Sin hacer olas, abandonamos sigilosamente el sitio. Un pescador local me dijo que uno de ellos se le había llevado la mano derecha al recoger su red de pescar. En dos pies de agua. Era grande, me aseguró. No regresamos jamás a la playa. Le cogí aversión al tiburón. Nunca vi la película Jaws.
Esta semana la revista cubana Juventud Rebelde acarrea un artículo publicado originalmente en Bohemia. Cuenta que en abril de 1936, hace 70 años, los hijos del general Carlos Rojas pescaron un tiburón. Lo ultimaron de dos balazos en la cabeza. Lo abrieron y en el vientre le encontraron un tomo de Don Quijote, de Miguel de Cervantes Saavedra. El clásico literario estaba relativamente intacto. El profesor Luis Howell Rivero, de la Cátedra de Zoografía de la Escuela de Ciencias, Instituto de Peces de la Universidad de La Habana, dedujo que el tiburón lo habría ingerido poco antes de su captura. De lo contrario, los ácidos del estómago habrían desbaratado el libro.
La ejecución sumaria, por otra parte, confirma mis sospechas sobre la estupidez de los militares. Desconfiando del literato, lo condenan a muerte. No perdonan ni al tiburón del Don Quijote. Bueno sería que extendieran la cortesía los tiburones de la política. Sería esperar demasiado de los imbéciles. Por suerte, al triunfar la revolución cubana, se acabaron los generales. No así el simbolismo. Estudiante que no digiere El Quijote, estudiante que se merece una F. Por pura coincidencia la F del aplazado parece cadalso. De ahí la apta expresión “me colgaron.” Cuestión de gustos. Es mejor que decir “me tiburonearon.” Al menos el estudiante sale del examen con vida. Maltrecho, pero con vida. La revista Bohemia no reportó si alguien leía Don Quijote al ocurrir el percance. Quizás otro tiburón se comería al lector de la novela. No se sabe pero que comen gente, la comen.
Ocurrió en Nicaragua hará unos 20 años. El río San Juan comunica el mar Caribe con el Lago de Granada, el único lago de agua dulce en el mundo en donde se ha aclimatado el tiburón. Navega por el río del Caribe al lago. De ida y vuelta. La población local lo pesca. Exportaban filetes a restaurantes de Nueva York. Durante esa Semana Santa encontraron un Timex en el vientre de uno de los tiburones. El reloj llevaba inscrito el nombre de un turista gringo que días antes había desaparecido en el lago. Sospechaban que se ahogó. Se le advirtió que no nadara por la presencia de tiburones. El macho no hizo caso. Se lo hartaron los tiburones. No sé si el reloj aún marcaría la hora pero de haberse comprobado podrían haber diseñado un estupendo comercial para la compañía Timex.
En los últimos años, por esta época del año, es común ver tiburones en Miami. Se acercan a la orilla de la playa. Quizás por ello será que los bañistas, cristianos o no, observan la curiosa costumbre de persignarse con agua salada antes de meterse al mar. Quien sabe si surte efecto. Cada año aumentan los encuentros fatales. Por lo general, el veraneante lleva las de perder. Hay demasiados en las playas. Hay muchos alimentos desechables. Mucha gente obesa y lenta. La combinación es un atractivo bocado para el paladar del tiburón.
Hasta cierto punto creo que en la justicia poética. Durante la Semana Santa el cristiano se abstiene de comer carne. Es parte de la tradición religiosa. Come pescado. El tiburón debe ser católico. Hace lo contrario. Durante la Semana Santa come cristianos. Como quien dice, estamos en paz
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