Isaac Rosa, La Jiribilla
Me alegro cuando se habla de la responsabilidad social del intelectual y no de compromiso, que es el término habitual. Cuando en España me invitan a mesas que figuran sobre el compromiso del escritor, el debate se pierde la mayor parte del tiempo en aspectos un poco superfluos, en cuestiones terminológicas, en si el escritor está comprometido como escritor o como persona, si su compromiso debe ser con la propia escritura, con el lenguaje, con la literatura o si es social. Al final todo es una forma de distraer el tema, de aplazar una toma de postura que para muchos sería incómoda y ese tipo de discusiones terminológicas y bizantinas permite a algunos intelectuales ganar tiempo y finalmente no posicionarse como deberían.
Para mí el decir responsabilidad en lugar de decir compromiso define mucho mejor cuál es la posición del escritor, cuál es la posición del intelectual. Cuando hablamos de compromiso parece que nos referimos a algo voluntario, algo que se elige, algo que depende de la actitud del autor, de su generosidad, algo que hay que agradecerle. Cuando hablamos de responsabilidad se ilustra de un modo más claro que es algo que obliga, algo que no se elige, que está ahí. Hay bastantes actividades en la vida en las que uno no se compromete sino tiene una responsabilidad y no puede eludirla. La escritura es una de ellas.
No puede uno alegremente mostrarse dadivoso y decir “me comprometo”. Uno tiene una responsabilidad que asumir y aceptar. En este caso creo que la responsabilidad del autor no es algo que dependa de su actitud, de su militancia, de sus intereses, de su elección, sino que es algo consustancial al hecho de escribir, que le antecede al escritor desde el momento en que se plantea el hecho de la creación. Desde ese momento ya está obligado, porque no depende del autor sino más bien del lector, de cómo nos relacionamos con la palabra escrita, cómo nos relacionamos con la literatura, cómo leemos, qué valor le seguimos dando a esa palabra escrita, cómo seguimos tomando de la lectura y de la literatura una interpretación del mundo. Le seguimos confiando a la escritura y a los autores, en definitiva, una cierta interrelación entre la realidad y nosotros.
Por eso, cuando uno escribe, tiene que ser consciente de esa actitud del lector y debe asumir su responsabilidad. Quien no se muestra crítico, quien no denuncia, quien no cuestiona la realidad, la está dando por buena. Quien no impugna el discurso dominante está reproduciéndolo también.
Habitualmente, cuando hablamos de compromiso, solemos recordar a los autores que con más o menos éxito se han propuesto cambiar el mundo y transformar la sociedad. Pero no solemos decir nada de los que, intencionadamente o no, se dedican a conservar ese mundo y esa sociedad, los que la dan por buena y la hacen soportable y necesaria para los lectores.
Existen algunos sectores en los medios europeos en los que, si no ofrece ciertas firmas, si no participa en determinados eventos, el intelectual se vuelve sospechoso. Hay periodistas que te señalan si te pronuncias en un sentido u otro. Por ejemplo, cuando hace un par de años se desarrollaron manifestaciones de condena a Cuba se llegó hasta el punto de que en su portada un periódico de derecha llamaba por su nombre a los intelectuales que no habían estado en esas manifestaciones, que no habían firmado esos documentos. Los ponían en el punto de mira.
Por supuesto, aunque te señalen hay otro tipo de cuestiones en las que uno pierde, hay puertas que se cierran por pronunciarse sobre ciertos temas, hay oportunidades que se pierden. Hay también listas negras que funcionan y hay un cierto miedo al vacío, a la invisibilidad que en cierto modo son aspectos a tener muy en cuenta en una sociedad mercantil como la que tenemos en España, en la que cuenta mucho el aparecer, el que te vean, el tener un espacio.
Pero si hurgamos más allá de lo que sería la realidad española, creo que hay asuntos internacionales que funcionan como medidor de la forma en que puede ejercer su responsabilidad un intelectual europeo, y lo colocan bajo el foco de esa exigencia. Creo que Cuba, la situación cubana y todo lo que tiene que ver con la Revolución, llega a ser ahora mismo el medidor más grande para la intelectualidad de izquierda española. Y no solo Cuba, sino también todo el proceso que se está produciendo en América, todo el movimiento de transformación ante el que los intelectuales europeos todavía estamos un poco descolocados. Todo lo que está sucediendo en Latinoamérica nos sorprende con el pie cambiado, nos coge con el discurso rendido de antemano, y eso hace que muchos se desentiendan, que den por buenos los viejos argumentos aunque los sepan falsos, aunque los sepan manipulados; que den por buenas y reproduzcan además las informaciones intoxicadoras; que asuman los prejuicios tranquilizadores que circulan, y que en realidad se desentiendan de esa labor del intelectual que, en palabras de Chomsky, es una cuestión de decir la verdad y denunciar la mentira, algo tan simple y de lo que suelen desentenderse los intelectuales habitualmente.
En mi reciente viaje a Venezuela, por ejemplo, me llamó al atención cómo cierto vocabulario, ciertos términos que nos han dicho que ya no sirven, que están viejos, que están caducos, se siguen utilizando y están además llenos de sentido. Se oye hablar de revolución, de derechos, de libertad, de emancipación, de socialismo; que son ese tipo de palabras que nosotros en Europa decimos con cierto optimismo, con cierta condescendencia, con cariño a veces, pero vacías de significado. Sin embargo, se están empleando aquí.
En Latinoamérica todo este proceso no tiene que ver solo con los intelectuales locales, sino que nos señala también a los intelectuales europeos, nos indica que el rumbo de la historia no estaba tan decidido como nos habían dicho, como habíamos dado por bueno, significa que no se acabó el tiempo de la ideología emancipadora, que no está mitigada en definitiva la posibilidad de la Revolución.
Para la izquierda europea, tan templada, tan tranquila, tan educada; el posicionamiento frente a situaciones como las que están ocurriendo en Latinoamérica es realmente su prueba de fuego. En concreto para la izquierda que realmente se crea transformadora. En España hay muchos intelectuales de izquierda para quienes Cuba es una molestia, es una piedra en el zapato. Hay muchos intelectuales de izquierda, que se dicen tales, que respirarían aliviados si Cuba desapareciera como experiencia revolucionaria, si Cuba cayera. Incluso lo esperan o lo desean para poder continuar con ese discurso tranquilizador, sin tener esa molestia que significa Cuba para muchos ahora mismo.
Yo creo que uno no puede pretender ser de izquierda o proclamarse como tal y mirar para otro lado; uno no puede pretender ser de izquierda y quedarse en lo estético olvidando lo ético; uno no puede pretenderse y decirse de izquierda y dar por buenos los límites que han impuesto a ese discurso de izquierda, que supone que hay ideas que no pueden ser discutidas, que hay cosas que debemos suponer inamovibles antes de hacer nada, cuestiones que parecen intocables —como la propiedad privada de los medios de producción, como el sistema capitalista, la democracia partidista—, temas que cuando debatimos en España se dan por intocables y a partir de ahí debatimos. Hay cosas que deben ser cuestionadas sin miedo porque uno no puede decir revolución en vano, como si fuera una palabra bonita desde la nostalgia, como un eslogan para llevarlo en la camiseta, para tenerlo en el póster de tu habitación, para cantar en las manifestaciones cuando se va a ellas como quien va de paseo en un día soleado, para luego irse a tomar unas cervezas. Para pasar el rato en definitiva, para sentirse de izquierda.
No puede decirse revolución en vano, con la boca chica, con una sonrisita, cuando hay lugares como Venezuela y como Cuba, donde esa revolución tiene verdadero significado. Es una revolución cierta, real, a pie en tierra, que no es una bonita construcción teórica y retórica; que no es simpática porque está ahí, porque marcha, porque nos exige, porque tiene sus contradicciones, porque nos molesta, porque nos enfrenta a nuestras propias objeciones, a nuestro entreguismo, a nuestro derrotismo, y también a nuestra hipocresía. Ante esa revolución posible que está sucediendo hoy no podemos permitir al intelectual que se lave las manos, que se desentienda de esa responsabilidad. Hay que exigirle, hay que obligarle y hay que empujarle para cumplirla.
Intervención en la Mesa Redonda:"La Cultura en Defensa de la Humanidad: La responsabilidad social del escritor", celebrada en la XV Feria Internacional del Libro de La Habana, febrero de 2006.
Me alegro cuando se habla de la responsabilidad social del intelectual y no de compromiso, que es el término habitual. Cuando en España me invitan a mesas que figuran sobre el compromiso del escritor, el debate se pierde la mayor parte del tiempo en aspectos un poco superfluos, en cuestiones terminológicas, en si el escritor está comprometido como escritor o como persona, si su compromiso debe ser con la propia escritura, con el lenguaje, con la literatura o si es social. Al final todo es una forma de distraer el tema, de aplazar una toma de postura que para muchos sería incómoda y ese tipo de discusiones terminológicas y bizantinas permite a algunos intelectuales ganar tiempo y finalmente no posicionarse como deberían.
Para mí el decir responsabilidad en lugar de decir compromiso define mucho mejor cuál es la posición del escritor, cuál es la posición del intelectual. Cuando hablamos de compromiso parece que nos referimos a algo voluntario, algo que se elige, algo que depende de la actitud del autor, de su generosidad, algo que hay que agradecerle. Cuando hablamos de responsabilidad se ilustra de un modo más claro que es algo que obliga, algo que no se elige, que está ahí. Hay bastantes actividades en la vida en las que uno no se compromete sino tiene una responsabilidad y no puede eludirla. La escritura es una de ellas.
No puede uno alegremente mostrarse dadivoso y decir “me comprometo”. Uno tiene una responsabilidad que asumir y aceptar. En este caso creo que la responsabilidad del autor no es algo que dependa de su actitud, de su militancia, de sus intereses, de su elección, sino que es algo consustancial al hecho de escribir, que le antecede al escritor desde el momento en que se plantea el hecho de la creación. Desde ese momento ya está obligado, porque no depende del autor sino más bien del lector, de cómo nos relacionamos con la palabra escrita, cómo nos relacionamos con la literatura, cómo leemos, qué valor le seguimos dando a esa palabra escrita, cómo seguimos tomando de la lectura y de la literatura una interpretación del mundo. Le seguimos confiando a la escritura y a los autores, en definitiva, una cierta interrelación entre la realidad y nosotros.
Por eso, cuando uno escribe, tiene que ser consciente de esa actitud del lector y debe asumir su responsabilidad. Quien no se muestra crítico, quien no denuncia, quien no cuestiona la realidad, la está dando por buena. Quien no impugna el discurso dominante está reproduciéndolo también.
Habitualmente, cuando hablamos de compromiso, solemos recordar a los autores que con más o menos éxito se han propuesto cambiar el mundo y transformar la sociedad. Pero no solemos decir nada de los que, intencionadamente o no, se dedican a conservar ese mundo y esa sociedad, los que la dan por buena y la hacen soportable y necesaria para los lectores.
Existen algunos sectores en los medios europeos en los que, si no ofrece ciertas firmas, si no participa en determinados eventos, el intelectual se vuelve sospechoso. Hay periodistas que te señalan si te pronuncias en un sentido u otro. Por ejemplo, cuando hace un par de años se desarrollaron manifestaciones de condena a Cuba se llegó hasta el punto de que en su portada un periódico de derecha llamaba por su nombre a los intelectuales que no habían estado en esas manifestaciones, que no habían firmado esos documentos. Los ponían en el punto de mira.
Por supuesto, aunque te señalen hay otro tipo de cuestiones en las que uno pierde, hay puertas que se cierran por pronunciarse sobre ciertos temas, hay oportunidades que se pierden. Hay también listas negras que funcionan y hay un cierto miedo al vacío, a la invisibilidad que en cierto modo son aspectos a tener muy en cuenta en una sociedad mercantil como la que tenemos en España, en la que cuenta mucho el aparecer, el que te vean, el tener un espacio.
Pero si hurgamos más allá de lo que sería la realidad española, creo que hay asuntos internacionales que funcionan como medidor de la forma en que puede ejercer su responsabilidad un intelectual europeo, y lo colocan bajo el foco de esa exigencia. Creo que Cuba, la situación cubana y todo lo que tiene que ver con la Revolución, llega a ser ahora mismo el medidor más grande para la intelectualidad de izquierda española. Y no solo Cuba, sino también todo el proceso que se está produciendo en América, todo el movimiento de transformación ante el que los intelectuales europeos todavía estamos un poco descolocados. Todo lo que está sucediendo en Latinoamérica nos sorprende con el pie cambiado, nos coge con el discurso rendido de antemano, y eso hace que muchos se desentiendan, que den por buenos los viejos argumentos aunque los sepan falsos, aunque los sepan manipulados; que den por buenas y reproduzcan además las informaciones intoxicadoras; que asuman los prejuicios tranquilizadores que circulan, y que en realidad se desentiendan de esa labor del intelectual que, en palabras de Chomsky, es una cuestión de decir la verdad y denunciar la mentira, algo tan simple y de lo que suelen desentenderse los intelectuales habitualmente.
En mi reciente viaje a Venezuela, por ejemplo, me llamó al atención cómo cierto vocabulario, ciertos términos que nos han dicho que ya no sirven, que están viejos, que están caducos, se siguen utilizando y están además llenos de sentido. Se oye hablar de revolución, de derechos, de libertad, de emancipación, de socialismo; que son ese tipo de palabras que nosotros en Europa decimos con cierto optimismo, con cierta condescendencia, con cariño a veces, pero vacías de significado. Sin embargo, se están empleando aquí.
En Latinoamérica todo este proceso no tiene que ver solo con los intelectuales locales, sino que nos señala también a los intelectuales europeos, nos indica que el rumbo de la historia no estaba tan decidido como nos habían dicho, como habíamos dado por bueno, significa que no se acabó el tiempo de la ideología emancipadora, que no está mitigada en definitiva la posibilidad de la Revolución.
Para la izquierda europea, tan templada, tan tranquila, tan educada; el posicionamiento frente a situaciones como las que están ocurriendo en Latinoamérica es realmente su prueba de fuego. En concreto para la izquierda que realmente se crea transformadora. En España hay muchos intelectuales de izquierda para quienes Cuba es una molestia, es una piedra en el zapato. Hay muchos intelectuales de izquierda, que se dicen tales, que respirarían aliviados si Cuba desapareciera como experiencia revolucionaria, si Cuba cayera. Incluso lo esperan o lo desean para poder continuar con ese discurso tranquilizador, sin tener esa molestia que significa Cuba para muchos ahora mismo.
Yo creo que uno no puede pretender ser de izquierda o proclamarse como tal y mirar para otro lado; uno no puede pretender ser de izquierda y quedarse en lo estético olvidando lo ético; uno no puede pretenderse y decirse de izquierda y dar por buenos los límites que han impuesto a ese discurso de izquierda, que supone que hay ideas que no pueden ser discutidas, que hay cosas que debemos suponer inamovibles antes de hacer nada, cuestiones que parecen intocables —como la propiedad privada de los medios de producción, como el sistema capitalista, la democracia partidista—, temas que cuando debatimos en España se dan por intocables y a partir de ahí debatimos. Hay cosas que deben ser cuestionadas sin miedo porque uno no puede decir revolución en vano, como si fuera una palabra bonita desde la nostalgia, como un eslogan para llevarlo en la camiseta, para tenerlo en el póster de tu habitación, para cantar en las manifestaciones cuando se va a ellas como quien va de paseo en un día soleado, para luego irse a tomar unas cervezas. Para pasar el rato en definitiva, para sentirse de izquierda.
No puede decirse revolución en vano, con la boca chica, con una sonrisita, cuando hay lugares como Venezuela y como Cuba, donde esa revolución tiene verdadero significado. Es una revolución cierta, real, a pie en tierra, que no es una bonita construcción teórica y retórica; que no es simpática porque está ahí, porque marcha, porque nos exige, porque tiene sus contradicciones, porque nos molesta, porque nos enfrenta a nuestras propias objeciones, a nuestro entreguismo, a nuestro derrotismo, y también a nuestra hipocresía. Ante esa revolución posible que está sucediendo hoy no podemos permitir al intelectual que se lave las manos, que se desentienda de esa responsabilidad. Hay que exigirle, hay que obligarle y hay que empujarle para cumplirla.
Intervención en la Mesa Redonda:"La Cultura en Defensa de la Humanidad: La responsabilidad social del escritor", celebrada en la XV Feria Internacional del Libro de La Habana, febrero de 2006.
No hay comentarios:
Publicar un comentario