Co-Latino. Como consecuencia de las «malas políticas» de lucha contra la criminalidad, «elaboradas a partir de la represión por parte del gobierno», lo que El Salvador enfrenta en la actualidad es «una criminalidad más compleja, pero al mismo tiempo más brutal», aseveran analistas locales.
En las páginas electrónicas de los medios de comunicación locales se refleja el azote de la desmedida violencia. En los espacios reservados a las noticias de «Última Hora» constantemente aparecen breves crónicas de los asesinados a diario: jóvenes ametrallados, baleados en intentos de robo, transportistas muertos por negarse a pagar impuestos a las «maras» (pandillas).
Desde el año pasado se registran como promedio diez homicidios a diario. El gobierno atribuye esta incontrolable violencia criminal a las llamadas «maras», que antes catalogaba como pandillas juveniles, pero que ahora dice se trata de «pandillas criminales».
Recientemente, el actual director general de la Policía Nacional Civil, Rodrigo Ávila, explicaba que existían varias causas del incremento de la criminalidad: las deportaciones de inmigrantes desde Estados Unidos con antecedentes criminales (1.900 en 2005 y más de 500 en lo que va del año), así como la impunidad, culpa de «malos jueces» que dejan en libertad a los delincuentes que la policía captura y manda a procesar.
«Se culpa a los jueces, pero éstos dejan en libertad a los presuntos delincuentes cuando se ha violado el debido proceso, cuando el capturado llega sin pruebas, o con muchas imprecisiones», acotó al respecto Martínez Ventura, encargado de Justicia juvenil en la Corte Suprema de Justicia, quien enfatiza que el crecimiento de la violencia está relacionado con factores de tipo social, como la pobreza, que afecta a más de la mitad de la población. «El hecho de que el 51 por ciento de la población económicamente activa esté en el empleo informal da una medida de la gravedad de la crisis social», agregó el abogado.
El año pasado fueron asesinadas 3 mil 791 personas, cifra que hace de esta nación la más violenta y peligrosa de Latinoamérica, con una tasa de homicidios superior a 55 por cada 100.000 habitantes. La tasa de homicidios de El Salvador es mayor que la de Colombia, que vive un conflicto insurgente y el fenómeno del paramilitarismo, así como la confrontación entre sicarios del narcotráfico.
Miguel Cruz, consultor internacional y especialista en temas de violencia de pandillas, aseguró que «la violencia ha impuesto ciertas dinámicas» entre una mayor organización de las pandillas, así como de grupos informales que pretenden combatirlas. «La violencia se ha vuelto quizás menos generalizada, pero cualitativamente más compleja», apuntó.
Cruz detalló que las «maras» tienen ahora un absoluto control de territorios, donde deciden y mandan, lo que el gobierno no reconoce. «En estos territorios las maras cobran impuestos a los transportistas, tiendas, negocios y a los que por allí transiten; quienes desobedecen pagan con sus vidas... Aquí no manda el Estado ni sus instituciones. Lo que existe es ya una economía criminal y un gobierno paralelo», explica el académico. Otra evidencia de estas complejidades de la violencia en los últimos meses ha sido la capacidad que han tenido diversos grupos de realizar acciones en diferentes «frentes»: huelgas de hambre en las cárceles, huelgas de hambre de familiares de presos, marchas en las principales calles de San Salvador y conferencias de prensa de los líderes de la «Mara Salvatrucha (MS-13)» y de la «Mara 18 (M-18)».
En dichos encuentros con la prensa, las «maras» se invitan mutuamente a realizar alianzas para luchar contra su «enemigo común: el gobierno».
Soluciones no parecen estar cerca: el gobierno ha creado una nueva unidad de combate con el llamado Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPES): policías sin rostro, vestidos de negro y fuertemente armados. Gobierno y legisladores continúan dando riendas sueltas a leyes que favorecen el armamentismo. Mientras, en la calle los «motorratas» -ladrones y homicidas en moto- seleccionan a su nueva víctima.
En las encuestas, la inmensa mayoría de los salvadoreños tiene la violencia como su principal preocupación, además del alto costo de la vida y la falta de trabajo.
En las páginas electrónicas de los medios de comunicación locales se refleja el azote de la desmedida violencia. En los espacios reservados a las noticias de «Última Hora» constantemente aparecen breves crónicas de los asesinados a diario: jóvenes ametrallados, baleados en intentos de robo, transportistas muertos por negarse a pagar impuestos a las «maras» (pandillas).
Desde el año pasado se registran como promedio diez homicidios a diario. El gobierno atribuye esta incontrolable violencia criminal a las llamadas «maras», que antes catalogaba como pandillas juveniles, pero que ahora dice se trata de «pandillas criminales».
Recientemente, el actual director general de la Policía Nacional Civil, Rodrigo Ávila, explicaba que existían varias causas del incremento de la criminalidad: las deportaciones de inmigrantes desde Estados Unidos con antecedentes criminales (1.900 en 2005 y más de 500 en lo que va del año), así como la impunidad, culpa de «malos jueces» que dejan en libertad a los delincuentes que la policía captura y manda a procesar.
«Se culpa a los jueces, pero éstos dejan en libertad a los presuntos delincuentes cuando se ha violado el debido proceso, cuando el capturado llega sin pruebas, o con muchas imprecisiones», acotó al respecto Martínez Ventura, encargado de Justicia juvenil en la Corte Suprema de Justicia, quien enfatiza que el crecimiento de la violencia está relacionado con factores de tipo social, como la pobreza, que afecta a más de la mitad de la población. «El hecho de que el 51 por ciento de la población económicamente activa esté en el empleo informal da una medida de la gravedad de la crisis social», agregó el abogado.
El año pasado fueron asesinadas 3 mil 791 personas, cifra que hace de esta nación la más violenta y peligrosa de Latinoamérica, con una tasa de homicidios superior a 55 por cada 100.000 habitantes. La tasa de homicidios de El Salvador es mayor que la de Colombia, que vive un conflicto insurgente y el fenómeno del paramilitarismo, así como la confrontación entre sicarios del narcotráfico.
Miguel Cruz, consultor internacional y especialista en temas de violencia de pandillas, aseguró que «la violencia ha impuesto ciertas dinámicas» entre una mayor organización de las pandillas, así como de grupos informales que pretenden combatirlas. «La violencia se ha vuelto quizás menos generalizada, pero cualitativamente más compleja», apuntó.
Cruz detalló que las «maras» tienen ahora un absoluto control de territorios, donde deciden y mandan, lo que el gobierno no reconoce. «En estos territorios las maras cobran impuestos a los transportistas, tiendas, negocios y a los que por allí transiten; quienes desobedecen pagan con sus vidas... Aquí no manda el Estado ni sus instituciones. Lo que existe es ya una economía criminal y un gobierno paralelo», explica el académico. Otra evidencia de estas complejidades de la violencia en los últimos meses ha sido la capacidad que han tenido diversos grupos de realizar acciones en diferentes «frentes»: huelgas de hambre en las cárceles, huelgas de hambre de familiares de presos, marchas en las principales calles de San Salvador y conferencias de prensa de los líderes de la «Mara Salvatrucha (MS-13)» y de la «Mara 18 (M-18)».
En dichos encuentros con la prensa, las «maras» se invitan mutuamente a realizar alianzas para luchar contra su «enemigo común: el gobierno».
Soluciones no parecen estar cerca: el gobierno ha creado una nueva unidad de combate con el llamado Grupo de Operaciones Policiales Especiales (GOPES): policías sin rostro, vestidos de negro y fuertemente armados. Gobierno y legisladores continúan dando riendas sueltas a leyes que favorecen el armamentismo. Mientras, en la calle los «motorratas» -ladrones y homicidas en moto- seleccionan a su nueva víctima.
En las encuestas, la inmensa mayoría de los salvadoreños tiene la violencia como su principal preocupación, además del alto costo de la vida y la falta de trabajo.
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