martes, enero 17, 2006

JON CORTINA DEJA HUELLA EN EL SALVADOR

La Comunidad Católica Latinoamericana de la Iglesia San Agustín, Parroquia de Salisbury, consternada por el fallecimiento, en ciudad Guatemala 12 de diciembre del año anterior, del Meritísimo Sacerdote de los Misioneros Jesuitas en El Salvador, valiente y honroso caballero español y además queridísimo Padre Jon Cortina y por quien presentamos el siguiente artículo autorizado por ECLESIA de España y que resume la vida útil y compasiva de un auténtico Pastor, en favor de los más vulnerables y apartados de la sociedad.

Nuestro más sentido pésame a la familia, Congregación Jesuítica, Honroso Clero salvadoreño, pueblo español y especialmente a los campesinos salvadoreños y marginados del mundo.

Favor comuníquese, atentamente:

AC Quintana,
Secretario.

Salisbury, Australia 16 de enero del 2006.

JON CORTINA DEJA HUELLA EN EL SALVADOR

IOSU PERALES, escritor y miembro de PTM - mundubat

ECLESALIA, 12/01/06.- En los pueblos de la mon­taña salvadoreña, en Chalatenango, en Las Vueltas, en San José Las Flores, allí donde aún permanecen vivas y dolientes las cicatrices que dejara la gue­rra civil (1980-1992) la sola mención del nombre de Jon - Cortina abría puertas y propor­cionaba amparo.

Los campesinos de la zona tienen buena memoria. Han de tenerla si quieren recordar los nombres de todos los familiares y amigos muertos y mutilados por el Ejército y los paramilita­res durante la guerra. Es por eso que no olvidan que, en los años de plomo y sangre, Jon Cortina no se refugió en la capi­tal y a diario se desplazaba con su todoterreno por las aldeas proporcionando auxilio espiri­tual y humano. Ayudando sin complejos a la castigada pobla­ción civil, diciendo misa sí, pe­ro también llevando medicinas, transportando heridos, constru­yendo pozos...El Ejército le tuvo en la lista negra durante mucho tiempo pero el destino quiso que de una forma u otra sobreviviera a los, al menos, tres atentados di­rectos que padeció.

Jon reconocía que uno de sus momentos vitales más duros había sido el asesinato a manos del Ejército salvadoreño de sus compañeros jesuitas la noche del 17 de noviembre de 1989. Aquella salvajada puso a prue­ba la determinación de Jon, quien finalmente decidió que continuar con su labor pastoral y humana era la forma de ayu­da más eficaz que podía prestar al pueblo salvadoreño.

Los campesinos de Guarjila, en plena sierra, le construyeron una casa en la cima de una coli­na desde la que se domina una amplia panorámica de una de las tierras más exuberantes y atormentadas de Centroaméri­ca. Los fines de semana, y coin­cidiendo con su llegada, la casa se llenaba de gente que acompañaba a Jon en su descanso. Su jardinero, Avelino, un ex guerrillero de ojos de niño, dientes de oro y manos de oso, le echaba una mano con las or­quídeas del jardín y contaba, paternal, al que quería oírle los mil y un despistes diarios que Jon tenía en aquel hogar.

PRO BUSQUEDA

La actividad diaria de Jon era frenética. Después de dar clase de ingeniería en la Universidad Centro Americana de El Salva­dor dirigía Pro búsqueda, un proyecto que buscaba reunir a las familias salvadoreñas sepa­radas por la guerra. Pro bús­queda era su gran ilusión y también su mayor preocupa­ción. Cada vez que un niño desaparecido tenía ocasión de vol­ver a ver a sus padres, Jon y su numeroso y variopinto equipo sentían que su trabajo merecía la pena. Sin embargo, Jon sabía que su trabajo molestaba, y mu­cho, a sectores importantes del país. La búsqueda de los niños desaparecidos destapaba co­rrupciones y negligencias gra­ves a todos los niveles. Jon no descartaba que él mismo, o más probablemente alguien de su equipo, sufriera un atentado, y ése era su gran desvelo.

Jon era, ante todo, un hombre con las ideas claras y nunca se esforzó en ocultarlas. No comprendía la vuelta a la ortodoxia de una Iglesia Católica encabe­zada por Ratzinger, más preo­cupada por las formas que por los problemas tangibles del mundo, y lo decía. La indigna­ción en algunos temas había de­jado paso a una ironía abierta.

El hecho de que el asesinado Monseñor Romero ni siquiera estuviera en camino de la beati­ficación le provocaba una abierta sonrisa. Tampoco asu­mía que el papel del país al que tanto quiso se redujera a pro­porcionar mano de obra barata al gigante del norte. Denuncia­ba que la violencia de las pandi­llas deja más muertos ahora en las calles de San Salvador que en los años de la guerra civil y afirmaba que ese dato y sus te­rribles consecuencias ya no im­portaban a nadie. Con la excep­ción, quizá, de su íntimo amigo el teólogo Jon Sobrino, poca gente conocía como él la reali­dad social de El Salvador.

La clarividencia de sus análi­sis era tan certera como demo­ledora. «Una vez que concluyó la guerra de forma oficial, El Salvador -decía- dejó de ser noticia. De vez en cuando un te­rremoto, un huracán o una inundación nos hacen salir en la televisión. Nos dedican un par de minutos intercalados entre anuncios y hasta otra».

Dotado de una mente científi­ca y analítica pero con una sóli­da formación humanística, Jon pregonaba que la salvación de El Salvador sólo podía llegar de la mano de profundos cambios estructurales en materia de educación, sanidad, investiga­ción y desarrollo. Cambios necesarios que él afirmaba no ver por ninguna parte.

En su pequeño despacho de la universidad, allí donde alumnos y visitas entraban con una mez­cla de familiaridad y respeto, allí donde colgaba un póster con la silueta del Guggenheim y un banderín del Athletic de Bilbao, en ese reducido espacio atestado de libros donde el telé­fono sonaba sin interrupción solicitando su presencia en con­ferencias o su supervisión de una tesis doctoral, allí, Jon Cor­tina, el ex fumador empederni­do y no resignado, hablaba con franqueza del mundo que lo ro­deaba.

Afirmaba que la unión adua­nera y comercial de El Salva­dor con Estados Unidos conver­tiría a este pequeño país centroamericano en un peón sin futuro, con los muy ricos cada vez más ricos y con los po­bres convertidos en parias.

Pese a tan negros designios para el futuro de su país de adopción, Jon Cortina fue siem­pre un hombre esperanzado. «La esperanza -sostenía- es re­volucionaria. Desestabiliza el sistema. Mientras haya gente que lucha hay motivos para la esperanza».

CONDENA AL ESTADO

Hace pocos meses Jon recibió una noticia feliz y trascenden­te. El Tribunal de Justica Inte­ramericano condenaba al Esta­do salvadoreño por violación flagrante de los derechos hu­manos en la guerra civil. El alto tribunal apoyaba también la creación de una comisión que investigara el paradero de los cientos de niños desaparecidos durante el conflicto. Cortina creía que esta sentencia favora­ble pudiera ser un primer paso para el esclarecimiento de los casos y la delimitación de las responsabilidades.

La muerte le llegó en plena actividad, pronunciando una conferencia relacionada con Pro búsqueda.

A Jon Cortina le sobrevive el testimonio ejemplar de su vida, el recuerdo de quienes le trata­ron y el proyecto ambicioso de juntar a las familias separadas por la guerra. Un proyecto que él inició y que trascendiendo su propia vida otros habrán de continuar en beneficio de la dignidad humana. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).

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