sábado, noviembre 24, 2007

El legado de los mártires de la UCA

UCA, Revista Proceso
Noviembre 7, 2007


Desde 1989, el mes de noviembre tiene un significado especial para nuestra comunidad universitaria. Prácticamente, todo el mes —desde 1990— está dedicado a recordar a los seis jesuitas asesinados —junto con sus dos colaboradoras— la madrugada del 16 de noviembre de 1989. Se les recuerda con agradecimiento, por todo lo bueno que hicieron no sólo por la UCA, sino por El Salvador. Se les recuerda también con respeto, porque fueron hombres de amplio saber y palabra firme.

Las distintas actividades que preparan año con año en la UCA —y cuyos momentos más importantes son la vigilia y la misa solemne que sigue a ésta— expresan ese recuerdo agradecido y ese respeto no sólo por parte de quienes sienten que deben dar continuidad al trabajo iniciado por los mártires, sino de quienes se sienten herederos de su legado.

Para estos últimos, la responsabilidad no es poca, pues asumirse herederos del legado de los jesuitas asesinados les plantea el reto de actualizarlo permanentemente, cuidándose siempre de no caer en repeticiones fáciles de lo ya dicho o en reformulaciones ajenas al espíritu (más que a la letra) que los mártires imprimieron a sus elaboraciones intelectuales.

Dicho lo anterior, no hay que perder de vista que el legado de los jesuitas asesinados el 16 de noviembre de 1989 es rico y diverso. Cada cual debe destacar aquello que más le ha impactado y aquello que ha hecho (o quiere hacer) suyo. En esto, lo que más cuenta son las apropiaciones personales de ese legado, es decir, lo que cada uno en particular asuma y luego ponga a producir. Apropiarse signifi ca hacer propio algo que está fuera de nosotros, incorporarlo a la propia vida. En este caso, ese algo es una herencia intelectual, moral y ética.

De esa herencia, ¿qué es lo que se puede hacer propio? ¿Qué es lo que se puede incorporar a la propia vida y a las propias opciones? En verdad, son muchas las cosas de la herencia de los mártires que pueden hacerse propias. Aquí nos fi jaremos sólo en algunas de ellas.

En primer lugar, su preocupación por el destino de El Salvador, nacida de un querer sincero y honesto a su gente. Sólo quien quiere de verdad se preocupa en serio por el destinatario de su querer. Y los mártires, cada cual a su modo, se preocuparon en serio por El Salvador. El suyo no era un querer ingenuo, romántico o nacionalista; eran concientes de los vicios y virtudes de una sociedad atravesada por profundas contradicciones económicas políticas y sociales. Eran concientes también de que esas contradicciones podían ser superadas si se las encaraba con las energías necesarias. Ahora como en el pasado, El Salvador es un país difícil y quererlo obliga a hacerse cargo de sus contradicciones y conflictos. También ese querer obliga a comprometerse con una serie de transformaciones ineludibles.

En segundo lugar, su rechazo a cualquier tipo de fanatismo. No les gustaba el fanatismo, no sólo porque el mismo es irracional, sino porque alimenta el odio y la violencia. Descubrieron que el mejor antídoto contra el fanatismo es el espíritu crítico, el cual alimenta la tolerancia, la apertura a los demás y el diálogo oportuno. La suya fue una época de fanatismos ciegos e intolerantes, ante los cuales opusieron la razón. Las raíces de esos fanatismos no se han eliminado del todo, lo cual los convierte en una amenaza latente para quienes se empeñan en construir una sociedad distinta, más justa, solidaria, tolerante y menos irracional que la establecida.

En tercer lugar, su intransigencia con los abusos de los poderosos, especialmente cuando esos abusos perjudican a personas indefensas. Intransigencia significaba para ellos no ser condescendientes con los poderosos ni escatimar esfuerzos en la denuncia de las injusticias causadas por ellos. Se trataba de una opción por los sin poder. Y esto no tenía que ver con envidia alguna por los privilegios y bienestar de los ricos, sino con una valoración distinta de lo humano. Lo de los mártires no era “se es más cuanto más se tiene”, sino “se es más cuanto más se renuncia a lo que se tiene y se está dispuesto a compartirlo”.

En cuarto lugar, su búsqueda de un conocimiento riguroso y anclado en la realidad. Los mártires fueron hombres de conocimiento. Una idea firme en ellos —principalmente, en Ignacio Ellacuría, Ignacio Martín-Baró y Segundo Montes— es que el conocimiento libera. Pero no pensaban en cualquier conocimiento, sino en uno riguroso y crítico. Es este conocimiento el que debe servir de acicate contra el fanatismo, pero también como herramienta para desenmascarar las argucias de las que se valen los poderosos para legitimar sus abusos. Nada de dogmas ni de verdades dadas de una vez y para siempre: es decir, búsqueda de la verdad que libera. En este punto, renunciar a la búsqueda del conocimiento riguroso y crítico es renunciar a la herencia de los mártires.

Y, finalmente, valentía y honestidad intelectual. Ser valientes significó, en el caso de ellos, no ceder ante chantajes, presiones y amenazas. Y ser honestos, no dar la espalda a las exigencias de la realidad, siempre dinámicas y cambiantes, ni anteponer a esas exigencias intereses personales o particulares. Ya se sabe que en estos tiempos la moda parece ser la contraria, pero las modas pasan. Es decir, lo sustantivo queda.

Obviamente, hay más en el legado de los mártires. Pero aquí se han destacado algunos aspectos de ese legado que, pese a su sencillez, son claves para orientar el quehacer de quienes pertenecemos a esta comunidad universitaria. Este XVIII Aniversario de su asesinato-martirio debería ser una oportunidad para refl exionar en torno al modo cómo cada cual, en sus actividades concretas, los asume, los actualiza y los comunica a otros y otras.

No hay comentarios: