sábado, febrero 25, 2012

Verdades sobre la violencia delictiva en Centroamérica (III final)

Por Nils Castro*

Panamá (PL) Las maras no son apenas pandillas de maleantes. Son cofradías que acogen y dan identidad y formas de vida y de expresión a numerosos jóvenes que carecen de otros espacios, incentivos y oportunidades donde encajar.

Agrupaciones con sus propios liderazgos, lealtades, subcultura y formas de diferenciarse -como la abundancia de tatuajes-, celosas guardianas de los territorios que se toman, por cuyo control rivalizan también con violencia. Son comunidades cuya explicación antropológica falta estudiar.

Sus actividades delictivas más comunes son la extorsión, los robos y asaltos, y en menor escala el sicariato, esto es, las lesiones o asesinatos por encargo.

Le cobran "protección" a los tenderos, le exigen cuotas a los transportistas y, desde el arribo del narcotráfico, venden drogas al por menor. A su vez, son blanco de abusos policiales y medios para eludirlos o enfrentarlos.

Por el otro lado, los narcotraficantes tienen sus propias estructuras, bandas y matones, que igualmente actúan sin el concurso de las maras. En Honduras y Guatemala, donde la incidencia del narcotráfico es alta, las maras son un campo donde cooptar mulas, custodios y sicarios.

Pero en El Salvador, aunque esa incidencia es menor, ellas mantienen activa presencia. Es decir, son dos cosas distintas que existen por sí mismas y que eventualmente se pueden asociar, sin que perseguir a una baste para eliminar a la otra.

Según las tasas de homicidios reportadas por la ONUDD, al comparar los casos de estos tres países se evidencia que la criminalidad puede ser alta donde el narcotráfico tiene una presencia menor, como en El Salvador.

Ello obedece a que en cada país la violencia es más común donde los niveles crónicos de pobreza, abuso, desigualdad y conflictividad social son más fuertes. Y donde esos males son menos agudos, dicha tasa es más baja, como en Costa Rica. Además, cuando los servicios de policía y el sistema judicial son más expeditos, la tasa es menor, como en Nicaragua.

Un alto representante del nuevo gobierno guatemalteco afirmó que se combatirá la criminalidad acabando con las maras. Pero ellas solo son la parte más visible del asunto. Esa tesis igualmente menudea en el discurso político hondureño y en la derecha salvadoreña.

Ciertamente, cuando el problema se comienza a atender después de haberlo dejado degenerar hasta los actuales extremos, se requiere determinado rigor para frenarlo. Sin embargo, a corto, mediano y largo plazos la situación solo podrá revertirse erradicando la corrupción institucional, así como las causas y efectos de la injusticia y la crispación sociales.

No obstante, reducir el asunto a "acabar con las maras" es simplista y omite la parte del reto que en Guatemala y Honduras ha sido más difícil de conseguir: la de erradicar las estructuras y bandas del narcotráfico, introducidas y dinamizadas por factores externos los de la producción y el consumo- que no tienen origen en la región, pero que agravan el tema al involucrar a personajes y pandillas locales.

Por sus articulaciones externas, la eliminación de los gestores de esta actividad está fuera del alcance de los programas sociales, y en cada caso requiere la necesaria inteligencia y acción policial, así como la eficaz cooperación intrarregional e internacional.

CONFIANZA PÚBLICA Y CRIMINALIDAD

Julieta Castelanos, fundadora del Observatorio de la Violencia y hoy rectora de la Universidad Nacional de Honduras, denuncia que en su país el Estado se encuentra "en estado de calamidad", pues ya no puede controlar todo el territorio ni a sus propias instituciones.

La corrupción policial, junto al descrédito de las autoridades judiciales, lo inhabilita para cumplir su misión básica de dar seguridad a los ciudadanos.

Como alguna vez el jurista puertorriqueño Fernando Martín indicó, refiriéndose a Haití, esto marca la diferencia entre una nación o un mero territorio poblado.

La vigencia del respectivo sistema político y la confiabilidad que el pueblo aún le reconoce tiene mucho que ver con la calidad del orden público.

El sistema político hondureño ya se encontraba desfasado cuando -para evitar todo cambio- se perpetró el golpe de Estado de 2009, que acabó de degradar la situación. La curva que describe este atraso y colapso es paralela al crecimiento de la delincuencia y la criminalidad.

La situación en Guatemala pareciera evolucionar en sentido similar, como lo demuestra la frecuente incidencia de los linchamientos con que los aldeanos se toman la justicia por sus manos, puesto que no hay agencias del Estado o ya no queda motivo para confiar en las autoridades.

A contravía, en Nicaragua la violencia delictiva se ha mitigado. Y a su vez, donde el sistema político tradicional, otrora exitoso, da signos de agotamiento, el problema tiende a crecer, como lo sugiere Costa Rica. Sin embargo, no cabe sacar conclusiones precipitadas: ese ingrediente pesa pero no es el único. Así lo prueba El Salvador, donde el sistema político y la eficiencia institucional mejoraron al implementarse los Acuerdos de Paz y donde últimamente se robusteció la eficacia institucional, sin que esto haya bastado para revertir dicha violencia.

Eso reitera que también hay de por medio un importante factor cultural, en el que la confianza en el sistema político y sus instituciones es una pieza capital pero dista de ser suficiente.

La violencia propia del carácter del régimen social -de explotación, despojo, desigualdad, marginación, empleo precario, desatención, ignorancia y atraso, de arrogancia de los poderosos y humillación de los desposeídos- surte efectos de acumulación histórica donde la percepción de que no se pertenece a la sociedad que "sí cuenta", y la correspondiente crispación social, contribuyen a alimentar y reproducir una subcultura de la cual esa violencia forma parte.

Esta acumulación es bastante anterior al surgimiento de los movimientos guerrilleros, las maras y el narcotráfico.

No hay por qué extrañarse: antes o después, quienes se perciben excluidos de la sociedad debidamente reconocida tienden asimismo a considerarse excluidos de sus normas y valores.

Ese aspecto de dicha subcultura no solo se manifiesta en la creciente brutalidad del asalto o del ajuste de cuentas pandillero, sino también en la de la violencia doméstica, el feminicidio, el abuso contra menores o ancianos, la reyerta callejera, el linchamiento aldeano y otros excesos, que igualmente inciden en la tasa de homicidios.

La elevada proporción de asesinatos que se cometen por estrangulación, arma blanca u objetos contundentes así lo demuestra. En 2011, en Honduras fueron muertas cerca de 300 mujeres, mayormente a manos de sus parejas, no del crimen organizado. En Guatemala, según cálculo oficial, el 60 por ciento de los asesinatos son perpetrados por las maras y los narcotraficantes, lo que significa que un cuantioso 40 por ciento -sobre un total de seis mil homicidios al año- es cometido por ciudadanos corrientes.

Eso la "mano dura" no lo puede corregir. Antes bien requiere un poderoso trabajo educativo. Por supuesto que es indispensable tener muy buena policía, mejores jueces y eficiente reeducación, así como también es perentorio recuperar los territorios conquistados por las bandas -incluso por medios militarizados, como en Río de Janeiro-, tanto para desarticularlas y asegurar tranquilidad a sus habitantes, como para deparar mejores oportunidades a los jóvenes.

Como es obvio, se requiere una cobertura de vigilancia, disuasión y prevención. Pero la violencia del Estado, por si misma, no remedia la violencia social -ni la cultura de la violencia- sino que a la postre la llega a exacerbar.

Ninguna batalla cultural se gana rápidamente, ni mucho menos con meras prédicas, sean laicas o religiosas. Solo podrán vencer las prácticas incluyentes de un régimen no apenas legítimo por su elección, sino legitimado por el sostenido éxito de sus capacidades para acabar con la injusticia y la exclusión y, especialmente, para reincorporar a toda la gente -a todos los grupos sociales- al río principal de las esperanzas fructíferas.

* Analista político y periodista panameño.

Em/nc

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