Por Nils Castro*
Panamá
(PL) Las conductas violentas de los correspondientes lastimados
sociales son anteriores a la proliferación de armas de fuego y el
narcotráfico, que luego han potenciado esas formas de actuación social y
personal.
Ese vínculo con la élite le otorga a esos individuos y grupos cierto estatus y mayor impunidad. No es lo mismo ser un criminal de mala muerte que hacerlo al servicio de ciertos potentados; en la subcultura de los marginales, esto dispensa una peculiar "legitimación".
El extremo se da al emplear a agentes de órganos del Estado para cumplir funciones similares, lo que desvanece la diferencia entre las entidades represivas públicas y privadas.
Esa degeneración ya estaba muy extendida en Honduras cuando dos cosas la aceleraron: la penetración del narcotráfico como un actor adicional, y la crisis institucional precipitada por el golpe de Estado del 2009.
Uno de sus efectos ha sido la incapacitación del Estado para controlar varios estratos sociales y áreas territoriales, e incluso a algunas de sus propias instituciones. Eso amenaza la sostenibilidad del país y hace imperativo introducir correctivos.
Sin embargo, la capacidad de emprenderlos está en entredicho por la degeneración de los instrumentos necesarios para llevarlo a cabo, como la policía, el ejército y el sistema judicial, así como el sistema político tradicional, como lo dejan ver las dificultades del gobierno hondureño para cumplir su papel, aun bajo la presión de organizaciones, personalidades y medios de prensa, que pagan un altísimo costo por sostenerla. Lo que ha convertido a Honduras en un inquietante problema regional.
EL TRIÁNGULO FATÍDICO: DIFERENCIAS
Es sobre ese piso de precariedades, exclusiones y resentimientos sociales, de élites codiciosas y degradación institucional -con sus respectivas derivaciones culturales y morales- que el narcotráfico y otras modalidades de delincuencia internacional hallan dónde insertarse.
En consecuencia, para desarraigarlos no bastará chapear la mata, sino remover sus raíces, lo que no pocas veces incluye depurar instituciones públicas y allegados a la élite, así como satisfacer urgencias sociales y reincorporar sectores marginados al quehacer económico formal.
Los tres países del triángulo del Norte son la parte más integrada de la región centroamericana. Sin embargo, al observar la violencia criminal en Honduras se ve que el fenómeno ocurre de otras formas en Guatemala y en El Salvador. Aunque el sustrato de élites oligárquicas e indignados sociales tenga semejanzas, sus manifestaciones difieren.
En el Salvador y Guatemala hubo cruentos procesos insurreccionales que culminaron en unos acuerdos de paz que buscaban sanear y reformar la institucionalidad gubernamental. En el primer caso buena parte de ese propósito se cumplió; en el segundo, ello quedó lejos de conseguirse, agregando un saldo de decepción.
Por su parte, Honduras no pasó por allí, sino que fue plaza de armas de la contra nicaragüense. En consecuencia, allí la opción de arreglárselas a tiros proliferó sin las aspiraciones ni la disciplina de las organizaciones revolucionarias.
En adición, Guatemala y Honduras tienen territorios mayores y complicados, más poblados -en el primero con una composición étnica muy compleja-, así como costas en ambos océanos, mientras que El Salvador, "el pulgarcito de América", carece de ribera en el Caribe.
Esto no es poca cosa cuando en la mayor parte de Centroamérica hay más atraso, aislamiento y descuido estatal en la vertiente atlántica y el subdesarrollo capitalista se concentra en las zonas ribereñas al Pacífico, salvo en Honduras donde la costa caribeña se divide entre la intrincada y abandonada Misquitia y el polo mercantil de San Pedro Sula.
Como tampoco es poca cosa cuando el cártel mexicano de los Zetas trabaja las rutas costeras e isleñas del Caribe, mientras que su rival de Sinaloa predomina en las del Pacífico.
Esas circunstancias definen roles: las costas y haciendas de la Misquitia son el asiento más activo del contrabando marítimo y aéreo de la cocaína que transita de Sudamérica hacia Estados Unidos a través de Belice, Guatemala y México.
Mientras, en Guatemala ese papel lo cumplen las boscosas zonas de Alta Verapaz y el Petén, contiguas a Belice y México. A la vez en Guatemala últimamente empezó a detectarse otra actividad: la producción de drogas sintéticas, que algunos relacionan con el cártel de Sinaloa.
En cambio, en virtud de su ubicación geográfica, en El Salvador el narcotráfico es menos significativo, con lo cual la violencia criminal es cuantiosa por otros motivos. Lo que hace ver que el pandillerismo y dicha violencia también pueden darse -en cada uno de esos tres países- incluso donde hay menor presencia del narcotráfico.
LAS "MARAS", SÍ O NO
Los corresponsales de prensa suelen atribuir la feroz tasa de homicidios de los países del triángulo del Norte a las pandillas juveniles o "maras" (por su inicial calificativo de marabuntas). Este es un modo esquemático de abordar el tema, que igualmente encubre la ineficiencia de los funcionarios que no se ocuparon a tiempo del problema.
El origen y propagación de estas pandillas es anterior al arribo del narcotráfico. El fenómeno surgió en El Salvador, con la repatriación de miles de jóvenes expulsados de California -donde hace mucho hay numerosos trabajadores salvadoreños-, que llevaron a su país los hábitos organizativos de las gangas de Los Ángeles.
El fenómeno pronto se extendió a Guatemala y Honduras, pero suele omitirse que no arraigó en Nicaragua ni Costa Rica.
SIGUE/
* Analista político y periodista panameño.
Em/nc
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