Por: Pastor Valle-Garay
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá. Fue lenta la justicia chilena. Fue generosa la muerte con el asesino. Fue irónico que uno de los más sadistas violadores de los derechos humanos muriera el 10 de diciembre, día internacional de los derechos humanos. Ya era hora pero no fue justo. Al fin y al cabo el ex dictador y general Augusto Pinochet se burló de la justicia al sucumbir a los 91 años de edad a causa de una “descompensación aguda” estirando, finalmente, la pata este domingo en el Hospital Militar de Santiago. Demasiado fácil. Merecía el cadalso.
En 1973 Pinochet usurpó la presidencia de Chile tras derrocar violentamente al legítimo gobierno del Presidente Salvador Allende con el apoyo de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos. Según datos actuales del gobierno chileno Pinochet, quien permaneció en el poder hasta 1990, fue responsable del asesinato de 3,197 personas, de la desaparición de miles más y del encarcelamiento y exilio de decenas de miles de chilenos.
El sangriento golpe de estado implantaría un reinado de terror sin paralelos en la historia de la nación. Pinochet y sus secuaces desataron redadas contra disidentes hasta atestar de prisioneros el Estado Nacional y transformarlo en cárcel, centro de tortura y plaza de ejecuciones. Poco después el dictador crearía la Caravana de la Muerte, un escuadrón de asesinos cuya especialidad consistía en lanzar al mar desde helicópteros a los prisioneros políticos o ultimarlos con lujo de saña enterrándoles sin identificación alguna en fosas comunes en el desierto de Atacama, en la ciudad costera de La Serena y al sur de la nación en la ciudad de Cauquenes.
La saña de Pinochet traspasó fronteras internacionalizando el terrorismo de estado. En contubernio con otros dictadores derechistas de la región creó la Operación Cóndor con el singular propósito de exterminar a la militancia de izquierda en Chile y en el exterior. Una de sus primeras víctimas fue Orlando Letelier, ex Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, asesinado 1976 en las calles de Washington al detonar los esbirros del dictador una bomba colocada en el automóvil en que viajaba Letelier con su asistente estadounidense Ronni Moffitt.
“En este país no se mueve una hoja si no la muevo yo,” se jactaba el tirano de su control absoluto. Quizás tendría razón. A pesar de numerosísimos cargos criminales contra el déspota, Pinochet se le escabulló a la justicia chilena. Reclamó vejez, demencia, enfermedad y ataques al corazón. Vivió bajo arresto domiciliario en una de dos lujosas mansiones seguramente obtenidas tras el sistemático robo de fondos al estado y depositado en secretas cuentas multimillonarias recientemente descubiertas en bancos de Washington y otros países. Murió cuando le dio la gana.
Mejor tarde que nunca pero fue generoso el fallecimiento del tirano. No debería ser así. En su último discurso, mientras Pinochet bombardeaba el Palacio de la Moneda en 1973 que le costaría la vida al mandatario chileno, Allende aseguró con voz sonora que “por las alamedas de Chile volvería a caminar el hombre libre.” Así fue. Ahora sería apenas justo colgar a Pinochet del árbol más alto de la alameda. Como recordatorio ejemplar de lo nefasto de sus fechorías. Como se lo merece.
No sería el primero. Ocurrió en Italia con Benito Mussolini al final de la Segunda Guerra mundial. Aunque para Pinochet la muerte natural fue un regalo, el déspota anticipó lo que ocurriría después. Según declaraciones de su hijo Marco Antonio, igualmente implicado en multimillonarios robo al estado, los últimos deseos del dictador fueron que se le incinerara para que no profanara su tumba “la gente que siempre me odió.”
Buena corazonada. Vale recordar el poema que el exquisito poeta marxista y sacerdote católico nicaragüense Ernesto Cardenal dedicó a Anastasio Somoza al desvelizar el brutal ex general y dictador una estatua suya montando a caballo que se erigió a sí mismo frente al Estadio Nacional en Managua. Intitulado “Somoza desveliza la estatua de Somoza en el Estadio Somoza dice el poema,
“No es que yo crea que el pueblo me erigió esta estatua
porque yo sé mejor que vosotros que la ordené yo mismo
Ni tampoco que pretenda pasar con ella a la posteridad
porque yo sé que el pueblo la derribará algún día.
Ni que haya querido erigirme a mí mismo en vida
el monumento que muerto no me erigiréis vosotros:
sino que erigí esta estatua porque sé que la odiáis.”
Sabias palabras las de Cardenal. Acertada decisión la de Pinochet. Al triunfar la revolución sandinista el último Somoza huyó de Nicaragua a Miami. El pueblo derribó la estatua. Una despedazada anca de acero del caballo de Somoza fue depositada a modo de ofrenda a la entrada del Ministerio de Cultura en donde Cardenal había sido elevado al cargo de Ministro. Justicia poética.
¿Y Pinochet? Pues bien, si queda un ápice de decencia en la justicia chilena tra spermitir que Pinochet se le saliese con la suya, no habrá honras fúnebres para quien tanto deshonró a la humanidad. ¿Honras militares para el verdugo que deshonró el uniforme? ¡Solo los milicos lo sabrán! Por lo demás ¡qué lo quemen! A escondidas. Sin más ni más. Cuanto antes, mejor. Habría que evitar el riesgo de que el humo y las cenizas contaminen más el podrido ambiente.
Senior Scholar, Universidad de York
Toronto, Canadá. Fue lenta la justicia chilena. Fue generosa la muerte con el asesino. Fue irónico que uno de los más sadistas violadores de los derechos humanos muriera el 10 de diciembre, día internacional de los derechos humanos. Ya era hora pero no fue justo. Al fin y al cabo el ex dictador y general Augusto Pinochet se burló de la justicia al sucumbir a los 91 años de edad a causa de una “descompensación aguda” estirando, finalmente, la pata este domingo en el Hospital Militar de Santiago. Demasiado fácil. Merecía el cadalso.
En 1973 Pinochet usurpó la presidencia de Chile tras derrocar violentamente al legítimo gobierno del Presidente Salvador Allende con el apoyo de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos. Según datos actuales del gobierno chileno Pinochet, quien permaneció en el poder hasta 1990, fue responsable del asesinato de 3,197 personas, de la desaparición de miles más y del encarcelamiento y exilio de decenas de miles de chilenos.
El sangriento golpe de estado implantaría un reinado de terror sin paralelos en la historia de la nación. Pinochet y sus secuaces desataron redadas contra disidentes hasta atestar de prisioneros el Estado Nacional y transformarlo en cárcel, centro de tortura y plaza de ejecuciones. Poco después el dictador crearía la Caravana de la Muerte, un escuadrón de asesinos cuya especialidad consistía en lanzar al mar desde helicópteros a los prisioneros políticos o ultimarlos con lujo de saña enterrándoles sin identificación alguna en fosas comunes en el desierto de Atacama, en la ciudad costera de La Serena y al sur de la nación en la ciudad de Cauquenes.
La saña de Pinochet traspasó fronteras internacionalizando el terrorismo de estado. En contubernio con otros dictadores derechistas de la región creó la Operación Cóndor con el singular propósito de exterminar a la militancia de izquierda en Chile y en el exterior. Una de sus primeras víctimas fue Orlando Letelier, ex Ministro de Relaciones Exteriores de Chile, asesinado 1976 en las calles de Washington al detonar los esbirros del dictador una bomba colocada en el automóvil en que viajaba Letelier con su asistente estadounidense Ronni Moffitt.
“En este país no se mueve una hoja si no la muevo yo,” se jactaba el tirano de su control absoluto. Quizás tendría razón. A pesar de numerosísimos cargos criminales contra el déspota, Pinochet se le escabulló a la justicia chilena. Reclamó vejez, demencia, enfermedad y ataques al corazón. Vivió bajo arresto domiciliario en una de dos lujosas mansiones seguramente obtenidas tras el sistemático robo de fondos al estado y depositado en secretas cuentas multimillonarias recientemente descubiertas en bancos de Washington y otros países. Murió cuando le dio la gana.
Mejor tarde que nunca pero fue generoso el fallecimiento del tirano. No debería ser así. En su último discurso, mientras Pinochet bombardeaba el Palacio de la Moneda en 1973 que le costaría la vida al mandatario chileno, Allende aseguró con voz sonora que “por las alamedas de Chile volvería a caminar el hombre libre.” Así fue. Ahora sería apenas justo colgar a Pinochet del árbol más alto de la alameda. Como recordatorio ejemplar de lo nefasto de sus fechorías. Como se lo merece.
No sería el primero. Ocurrió en Italia con Benito Mussolini al final de la Segunda Guerra mundial. Aunque para Pinochet la muerte natural fue un regalo, el déspota anticipó lo que ocurriría después. Según declaraciones de su hijo Marco Antonio, igualmente implicado en multimillonarios robo al estado, los últimos deseos del dictador fueron que se le incinerara para que no profanara su tumba “la gente que siempre me odió.”
Buena corazonada. Vale recordar el poema que el exquisito poeta marxista y sacerdote católico nicaragüense Ernesto Cardenal dedicó a Anastasio Somoza al desvelizar el brutal ex general y dictador una estatua suya montando a caballo que se erigió a sí mismo frente al Estadio Nacional en Managua. Intitulado “Somoza desveliza la estatua de Somoza en el Estadio Somoza dice el poema,
“No es que yo crea que el pueblo me erigió esta estatua
porque yo sé mejor que vosotros que la ordené yo mismo
Ni tampoco que pretenda pasar con ella a la posteridad
porque yo sé que el pueblo la derribará algún día.
Ni que haya querido erigirme a mí mismo en vida
el monumento que muerto no me erigiréis vosotros:
sino que erigí esta estatua porque sé que la odiáis.”
Sabias palabras las de Cardenal. Acertada decisión la de Pinochet. Al triunfar la revolución sandinista el último Somoza huyó de Nicaragua a Miami. El pueblo derribó la estatua. Una despedazada anca de acero del caballo de Somoza fue depositada a modo de ofrenda a la entrada del Ministerio de Cultura en donde Cardenal había sido elevado al cargo de Ministro. Justicia poética.
¿Y Pinochet? Pues bien, si queda un ápice de decencia en la justicia chilena tra spermitir que Pinochet se le saliese con la suya, no habrá honras fúnebres para quien tanto deshonró a la humanidad. ¿Honras militares para el verdugo que deshonró el uniforme? ¡Solo los milicos lo sabrán! Por lo demás ¡qué lo quemen! A escondidas. Sin más ni más. Cuanto antes, mejor. Habría que evitar el riesgo de que el humo y las cenizas contaminen más el podrido ambiente.
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